13 de abril de 2012

Por la calle más larga del mundo


La calle era un pasillo infinito. No terminaba nunca. En cambio, como la mayoría de las veces, era una percepción de ella. Cuando el ánimo nos acompaña cualquier sitio nos parece bueno. Si se alarga el camino un poco más no nos preocupa, no es una molestia. Nos paramos en los escaparates inalcanzables, apreciamos pequeños detalles sin importancia, miramos al cielo como si buscáramos mensajes en las nubes. No hay prisa, estamos en el punto perfecto y con eso basta.


El momento que estaba viviendo estaba lejos del punto perfecto. El ánimo no acompañaba a la bonita chica del abrigo añil: esa era ella. Paso apresurado, mirada baja, manos que intentaban tranquilizarse dentro de los bolsillos del abrigo. Los pies que hacía una hora le hervían del dolor ahora ni siquiera se quejaban de la altura de los tacones nuevos.

Cuando se bebe un poco más de la cuenta el dolor pasa a ser de otra dimensión. Ganamos algún tipo de poder que tira por tierra nuestra percepción del dolor. El umbral se vuelve flexible y lo que antes nos hubiera hecho sentir incómodas y doloridas, con esta pócima corriendo por nuestras venas y anegando nuestras neuronas, se torna ahora soportable e incluso nos pasa inadvertido.

Carla pensaba que la rabia era el sentimiento más poderoso. Más que el odio, más que el amor, más que la tristeza. La rabia se encontraba más allá de todo límite: la cegaba, le hacía no sentir los golpes, le daba fuerzas que al mismo tiempo la consumían. Así, mientras recorría la calle más larga del mundo, la rabia henchía todo su ser.

Confiaba mucho en los malos momentos. Confiaba en ellos como guía e imán potente de gente que la quería de verdad - porque hay gente que quiere de mentira. De la noche a la mañana tenías frente a ti dos portones. A tus espaldas todas las personas que te rodean día a día. Por la megafonía retumbaban los nombres. Ella los escuchaba y decidía. La habitación izquierda estaría ocupada por la gente SÍ, mientras que la derecha estaba reservada para la gente NO. SÍ te quiero en mi vida. NO te quiero en ninguna de mis vidas.

Los malos momentos no son más que regalos que nos hace la vida. Cuando pensaba en las cosas verdaderamente importantes, en lo que había aprendido, en lo que le había dado alas más y más plumadas... podía ver una mancha detrás de todo: un tropiezo, una traición, un error... "No hay mal que por bien no venga", éste era el refrán de la vida. La vida que nos ofrece con sabiduría los peores momentos para que disfrutemos librándonos de cargas: personas, objetos, sentimientos, miedos, posesiones, manías... La mancha detrás de lo verdaderamente importante era el regalo de la vida que nos salvaba de la pérdida de tiempo, de las personas inútiles, de los miedos paralizadores.

Había recitado sus palabras como si se tratara de un poema mil veces repetido. Un poema bello, pausado, embriagador. Le temblaban un poco las manos y por eso había cogido la copa con el fin de brindar con todas aquellas personas que del día a la noche terminarían estampadas contra el portón derecho.

Cuando sintió la punzada en la parte del cerebro que decidía por nosotros cuándo sentirnos felices, alzó el brazo en señal de brindis, sonrió y, ante la mirada de todo el corrillo de "ensayos de amigos", se bebió la copa de un trago.

Caminaba por la calle más larga del mundo y pensaba: - "Si pudiese haber dicho lo que de verdad quería decir..."-; bueno... podía pero no lo logró. A veces es mejor no decir nada, quedarse bien callado, tragarse las palabras para que vivan en nuestra mente, y ordenarlas después para diseñar la escena perfecta.

En el caso de haber tomado la decisión de traducir el pensamiento en verbo, y para hacer de la inmensa calle un pequeño callejón, comenzó a tejer el discurso que podría haber sido:

 "¿Sabéis? Solemos brindar a la salud de los demás, en los momentos buenos como símbolo de festejo y deseo de progreso. Cuando brindamos y decimos frases tipo 'por vosotros', 'por nosotros', 'por ti'... cada uno de nosotros, en su interior, está deseando sólamente su propio bien. Brindamos como quien sopla las velas en su cumpleaños. Pero soplamos las velas después de pedir el deseo: lo apagamos." - Probablemente su colega de oficina habría hecho alguna mueca rara en señal de saber por dónde iban los tiros. Mueca que sin embargo sólo revelaba su nula capacidad de ir más allá de sus propios chismes sin haches intercaladas. - Carla, de todas formas, seguiría: - "Yo pienso el deseo y enciendo las velas". 

Confiaba en la bondad tanto como lo hacía en la maldad. El ser humano, si se encuentra en una situación en la que puede verse perjudicado, exagera al inspirar, robando oxígeno, confiando en que sus pulmones puedan ver como los del resto se inmovilizan antes que los suyos. Protegemos lo nuestro porque es lo que tenemos. La maldad del ser humano no es más que bondad con uno mismo.

Ella pensaba y dibujaba pentagramas en su mente; palabras potentes, frases arrasadoras, ideas precisas. Era una creadora de realidades imaginarias, era simplemente ella: una mujer a las doce de la noche, con un precioso abrigo añil y unos tacones de vertiginosa altura. Era simplemente ella caminando por la calle más larga del mundo.

1 de abril de 2012

Condicionales Imposibles

 Pongamos que ocurrió ayer. Nadie se dio cuenta de la magnitud de los hechos mientras se celebraba la boda. Pongamos que se fue sin que nadie lo notara. Se fue para no volver. Pongamos que sabía que hacía algo prohibido. Lo prohibido tiene a veces una connotación positiva que nos encamina precisamente a caer en sus garras. Pongamos que no sabía a qué persona recurrir. Las personas, leyendo un guión frío y hermético que no daba cabida a la improvisación. Y pongamos que, a pesar de todo, fue feliz.

  La decisión estaba tomada. El tener que vivir una vida que, aun habiéndola elegido él mismo, ya no le llenaba, no estaba en sus planes. Todo tenía que prepararlo minuciosamente. Si algo escapaba a su control o llegaba a oídos de sus superiores podía acabar peor que antes. Pensó a cámara lenta, por planos, fotograma a fotograma. Tendría que irse por la noche, él sabía que nadie notaría su ausencia; al fin y al cabo pasaba muchas noches vagando por las calles, meditando. 

  Conocía a su amigo desde hacía una vida, escuchaba sus problemas, sabía de sus inseguridades, de sus miedos e incluso de sus pecados. Todo estaba claro, sólo tenía que seguir al pie de la letra su plan y, como muy tarde, esa misma noche estaría cogiendo un avión a cualquier paraíso recóndito y apacible donde disfrutar de una vez por todas de su condición de hombre. 

  Los primeros signos de la atracción que sentía por la mujer de su amigo se hicieron patentes una tarde en la que ella estaba sentada en un banco del Parque Alto leyendo una novela que él mismo le había recomendado a la pareja cuando le habían comentado que estaban pensando en casarse. Se sentó con ella y comenzaron a hablar. Ella siempre había sentido algo por él pero era un sentimiento tan sumamente escondido como lo estaba el cuerpo de él bajo la sotana. Sentimientos que no enraizaban porque no se preocupaba de abonarlos. Hubiera sido un sin sentido. 

  Todo cambió para ella cuando notó la predisposición que tenía él a verla en cualquier momento, a estar con ella hablando de las cosas más banales, de compartir opiniones sobre esto y aquello... Pero por encima de todo, lo que de verdad daba razón de ser a sus sospechas era el modo en el que él la miraba. Un hombre, de la condición que sea, es traicionado por sus ojos cuando tiene frente a él a una buena lectora de miradas. Ella interpretaba cada gesto, cada mirada que se prolongaba más de la cuenta, la distancia entre sus cuerpos que algunos días carecía de importancia y otros la hacía sentir incómodamente bien. 

  Ella nunca le dijo nada. No podía detonar esa bomba que guardaba y llevaba siempre encima. Quién sabe si lo único que hubiera ocasionado sería el derrumbe de su dignidad y sentimientos no correspondidos. Él nunca le dijo nada. Estaba atrapado por preceptos y juramentos que él mismo había construído a su alrededor. ¿Por qué ir en contra de nuestra naturaleza cuando nadie puede impedirnos ser lo que realmente somos? Sabía que se autocensuraba pero algo dentro le inmovilizaba: como siempre, el miedo.

  Miedo a no ser entendido, miedo a ser tachado de pecador, miedo a perder la confianza de cuantos estaban en su vida, miedo a no saber vivir fuera de sus propios muros, a querer encerrarse de nuevo y que las puertas tuvieran el cerrojo ya oxidado.

  Llegó el día de la boda y, aunque él había intentado que lo sustituyese otro sacerdote, no podía hacer oídos sordos a las súplicas de su amigo: - Tienes que ser tú. Es un paso muy importante para mí. Te necesito. Te necesitamos - le había dicho. 

  Cuando ella comenzó a adentrarse en el largo pasillo que conducía al altar, él no quería ni mirarla. Sonreía con la falsedad con la que sonreímos en las miles de poses ya aprendidas. Las manos le sudaban. Brillaba, pero su mirada estaba apagada. Quería al que iba a convertise en su futuro marido, pero sentía que había sido la opción obligada. De haber dado rienda suelta a sus deseos, el hombre que ahora mismo se encontraba entra ella y él hubiera tenido un papel protagonista en su vida; no como amigo y consejero, sino como amigo y amante. 

  Ella lo miró a los ojos. Se miraron durante unos segundos que les parecieron infinitos. Ella retiró la mirada y la dirigió hacia su prometido. Siempre hay uno que ignora más que el otro, que no atisba ni la más mínima señal. Siempre hay uno que no es buen lector de miradas, digámoslo así.

  Todo pasó. Se casaron y la fiesta terminó. 

  El vuelo salía a las 22h. El destino lo desconozco. Pasaron unos días. Ella sentía un peso que le impedía seguir con la vida que había elegido. El miedo, siempre el miedo. Pensó que ya no podía perder nada. Ya estaba todo hecho, sería una confesión de sentimientos balbucientes y a deshora, pero le serviría para pasar página. Llegó con paso sereno y el corazón acelerado. Preguntó por él pero nadie supo decirle nada. Le hablaron de unas misiones, otros dijeron algo de un retiro espiritual, incluso hipotetizaron sobre un cambio de destino. 

  Se había ido sin despedirse. El final de su historia había sido una omisión de palabras, miradas y confesiones. "Ya no tenía nada que perder", había pensado cuando tomó la decisión de sacar a la luz toda su verdad. Sin embargo, acababa de perder algo más: la posibilidad de expresar eso que no había tenido valor de decir en tanto tiempo. El peso no sólo seguiría presionándola, sino que la asfixiaría por completo. Había esperado a no tener nada que perder para dar el paso y, ahora que lo había dado, cayó en la cuenta de que siempre hay algo que perder, que daba igual el momento en el que quisieras poner los puntos sobre las íes porque siempre había daños colaterales, esperar el momento adecuado (o que nosotros creemos adecuado) es como esperar que la marea no regale sus olas a la orilla. 

  Y así, la marea siguió golpeando con fuerza la playa de sus condicionales imposibles.