18 de septiembre de 2013

Pactando con el viento

Mirando a través de la ventana del salón los árboles parecían querer huir de un destino que ya era inevitable. Los más altos forzaban tambaleos como si quisieran ser arrancados de raíz; sin embargo, los más pequeños, con el tímido movimiento de sus ramas, saludaban al viento con mayor elegancia.

Yo miraba el espectáculo por la ventana y pensaba en el viento. El viento estaba en mi universo de "cosas que no soporto". Pero, como pasa con casi todo, existen dos fenómenos o dos caracteres distintos en un mismo estado de cosas, esto es: la dualidad. 

La dualidad del viento no es baladí. Casi todos coincidimos en que el viento en sí mismo es molesto. Y si además lo acompañamos de otro fenómeno atmosférico como la lluvia ya se convierte en insoportable. 


De un salto me levanté del sofá y pensé en salir a la calle. Decisiones que, no sabiendo muy bien si nos apetecen, las tomamos sin titubear lo más mínimo. Botas, chaqueta, llaves y lista. Huía del confort de casa y me preguntaba por qué en ocasiones elegíamos vivir situaciones que no nos apetecían (ya no estaba pensando solo en salir a la calle para que el viento jugara conmigo con la misma gracia con la que azotaba los árboles. Mi mente se había trasladado a las cosas en general). 

¿Por qué nos ponemos en la cuerda floja?, ¿por qué nos zambullimos en situaciones de riesgo?, ¿significa esto que no tenemos cuidado de nosotros mismos? Si abandonamos nuestra zona de confort a posta, ¿queremos de verdad pasarlo mal? Muchas veces me había encontrado tomando la elección difícil, la que da miedo... ¿Por qué? No creo que lo haga por masoquismo ni como forma de castigo; Creo que simplemente adoro el movimiento. Adoro lo que no sé cómo funciona, lo que me sorprende: las cosas que vienen por la izquierda cuando estás esperando que aparezcan por la derecha. Es como cuando quedas con alguien y crees adivinar por dónde vendrá y distraída te asustan desde el otro lado que no consideraste.

Los puntos de giro son las ruedas que dan movimiento al motor de nuestra vida. Sin ellos seríamos seres estáticos, inmutables, fijos... seguros. La seguridad me asusta. La rutina y el saber por adelantado de qué va la película. El horario de un trabajo de oficina que te entumece las piernas y el alma. El camino recto y las pautas a seguir. Lo políticamente correcto y las instrucciones de montaje. Creo que es por eso por lo que elijo los caminos rocosos y evito los llanos. Porque cuando llegas al final de ese camino lleno de obstáculos e incomodidades, lo que te espera va a tener el sabor del helado que más te gusta, el calor de una chimenea en invierno, el color del cielo atardeciendo cuando el mar engulle al sol y el sonido de esa canción que te pone la piel de gallina. Sólo por esa sensación vale la pena hasta la última cicatriz que has acumulado a fuerza de caer una y otra vez. 

En la calle olía a tierra mojada y el viento dibujaba enredos en mi pelo. Miré al cielo mientras una nube destapaba el sol y me prestaba un poco de su calidez. Fue entonces cuando caí en la cuenta de la dualidad del viento: es desagradable, desapacible... -como tantas situaciones que nos abofetean con sus manos cargadas de experiencia- pero es enérgico: nos empuja a seguir, nos mueve por fuera y por dentro. Sin él, las nubes no serían más que una masa gaseosa de hierro que no nos dejaría ver ni sentir el sol. 

Me quedé muy quieta sintiendo cómo el sol templaba mis nervios. Me concentré en mis preocupaciones y se las expuse al viento para que se las llevara. Y fue así, como en una tarde cualquiera del mes de septiembre, me reconcilié para siempre con el viento.