11 de diciembre de 2013

En el presente de las posibilidades infinitas

Y el pasado me perseguía rezagado preguntándome si mis miedos aún seguían conmigo. Llegaba jadeante y yo no supe qué decirle. Torpemente insistió frunciendo el ceño y como lo vi tan agitado le dije la verdad: el miedo no sabe perder y mis miedos se habían cansado de soportar demasiadas derrotas. Al final no pudieron hacer otra cosa que rendirse y alejarse de mí.

El pasado relajó su expresión y me confesó que él también se marchaba, que había venido a asegurarse de que ninguna mala experiencia me hubiera vuelto incapaz.

Yo le sonreí afectuosa y le dije que todas las experiencias me habían perfilado pero que las cicatrices de las que fueron malas ya estaban cerradas, que en ningún caso me habían hecho recaer ni lamentarme por lo que pudo ser. Parecía no necesitar más explicaciones porque sin tan siquiera haber terminado de hablar me dio la espalda y se fue por donde había venido, rebobinando el tiempo y cubriéndose con el manto de la resignación. Todo esto en un instante tan breve que sentí que mi presente se tambaleaba sin posibilidad de apoyarse en mi pasado. Aun sabiendo que se había ido grité con todas mis fuerzas y cuando estaba a punto de caer en picado algo tiró de mí con fuerza: era mi futuro cansado de mirarme y ver tan sólo mi espalda. -Por fin te veo de frente. Las garras del pasado ya se han ido así que te aconsejo que te agarres a mí y no te sueltes-. Yo entrecerré los ojos y le advertí que me dejara en paz. El futuro levantó las cejas exageradamente y se adelantó con impaciencia.

Me senté en un terreno firme donde nada estaba escrito, donde podía hacer lo que quisiera, empezar cualquier aventura o crear cientos de historias. Miré a ambos lados y no pude ver nada. A mi izquierda se veía un camino desgastado y a mi derecha un halo de incertidumbre que encerraba quién sabe qué. Permanecí sentada pensando que allí se estaba bien. No tenía que volver a tomar el camino de la izquierda y el de la derecha era una dimensión inaccesible. Así que sin tener muchas más opciones decidí seguir adelante por el camino firme y transitable donde me hallaba, era el presente sonriendo porque por fin alguien de vez en cuando se aferraba a él y no iba despistándose entre el pasado y el futuro.

Mirando a mi alrededor me alegré de estar donde estaba en ese preciso instante, sin miedos pasados y sin incertidumbres futuras. Justo allí, en el presente de las posibilidades infinitas.

7 de diciembre de 2013

Contrato vital indefinido

Los veía andar muy despacio, no les podía perturbar nada. Iban de la mano, esas manos que se habían entrelazado tantas, tantísimas veces. Eran las mismas manos de treinta años atrás, solo que más frágiles y sabias. A ella siempre le había dado mucha ternura ver a parejas de ancianos que después de tantos años seguían caminando de la mano y cuidándose quizás más de lo que lo hicieron en su juventud.


La vejez siempre le rondaba la mente. No en un sentido trágico ni relacionado con la muerte sino más bien como certeza de la juventud. La vejez en sí misma y paradójicamente implica juventud. Refleja el pasado, los recuerdos, las victorias y aprendizajes. Lo que pasó y lo que todavía se lleva a la espalda. La mayoría de las personas cuando ven a un anciano piensan en el final de la vida, en la ausencia -por fin- de responsabilidades, quizás en una mujer que ya no tiene o en unos hijos y nietos que le esperan al volver a casa. A nuestra protagonista, sin embargo, le pasaba todo lo contrario: ella veía su juventud. Veía a la persona detrás de las arrugas y de los cabellos canos. Veía al chico inseguro conduciendo por primera vez, al hijo mimado por su madre, al joven que ideó mil historias para conquistar a una chica, al que se partió los cuernos estudiando una carrera que ni siquiera le gustaba, al que se bebía los libros y pasaba las noches en vela, al amigo que siempre alegraba las fiestas, al chico que daba buenos consejos o quizás al muchacho tímido que nunca le dio un empujón a sus deseos.

La pareja de ancianos se había parado a descansar en el banco que se encontraba frente al de ella en aquella plaza fría y brillante, llena de adornos navideños y ruido de bolsas que contenían las ilusiones materiales de tanta gente. La mujer tenía los ojos iluminados a juego con las luces que embellecían la plaza. Los dos miraban la pantalla de un móvil y reían como críos. Él hablaba de lo increíblemente rápido que pasaban los años y ella se maravillaba de la ropa que llevaba por aquel entonces: - ¡Mira qué piernas! - murmuraba con un gesto que andaba entre la pena y el orgullo. Ella seguía mirándolos y empezó a sentir el dolor que comienza justo detrás de los ojos cuando van a dejar paso a las lágrimas. La mujer levantó la vista del móvil y se topó con la de ella. Parecía que le estaba leyendo el pensamiento o quizás, en un gesto telepático, quería comunicarle algo. Le sonrió y ella, con lágrimas en los ojos, le devolvió la sonrisa.

Aquella noche no pudo dormir. No hacía más que darle vueltas a la inmortalidad que impregna cada una de las fotografías que nos hacemos a lo largo de la vida. Una inmortalidad que de nada sirve sino para recordarnos lo que fuimos, para regalarnos en un único fotograma una realidad compleja y en tres dimensiones. Nos trae otra época, amigos, celebraciones, nacimientos, viajes, despedidas, fiestas, abriles primaverales y octubres otoñales siempre tristes.

El querer permanecer, sea de la forma que sea, forma parte del ser humano. No queremos ser despedidos del trabajo de la vida. Sabemos que es inevitable, que así termina el contrato y por eso tenemos la necesidad de dejar trocitos de nosotros atrás: fotos, escritos, costumbres, frases... Algo por lo que ser recordados, algo que no nos lleve al olvido completo, un legado, hilos que nos cosan a esta vida y que no se rompan con la muerte.

Con el sol de diciembre en la cara y la soledad metida en los huesos sacó su teléfono y fotografió su mano izquierda. No para compararla con la misma dentro de veinte años sino para inmortalizar la esperanza de que algún día ya no estaría sola, de que algún día llevaría el peso de los años entrelazando sus dedos con los de otra persona.

18 de septiembre de 2013

Pactando con el viento

Mirando a través de la ventana del salón los árboles parecían querer huir de un destino que ya era inevitable. Los más altos forzaban tambaleos como si quisieran ser arrancados de raíz; sin embargo, los más pequeños, con el tímido movimiento de sus ramas, saludaban al viento con mayor elegancia.

Yo miraba el espectáculo por la ventana y pensaba en el viento. El viento estaba en mi universo de "cosas que no soporto". Pero, como pasa con casi todo, existen dos fenómenos o dos caracteres distintos en un mismo estado de cosas, esto es: la dualidad. 

La dualidad del viento no es baladí. Casi todos coincidimos en que el viento en sí mismo es molesto. Y si además lo acompañamos de otro fenómeno atmosférico como la lluvia ya se convierte en insoportable. 


De un salto me levanté del sofá y pensé en salir a la calle. Decisiones que, no sabiendo muy bien si nos apetecen, las tomamos sin titubear lo más mínimo. Botas, chaqueta, llaves y lista. Huía del confort de casa y me preguntaba por qué en ocasiones elegíamos vivir situaciones que no nos apetecían (ya no estaba pensando solo en salir a la calle para que el viento jugara conmigo con la misma gracia con la que azotaba los árboles. Mi mente se había trasladado a las cosas en general). 

¿Por qué nos ponemos en la cuerda floja?, ¿por qué nos zambullimos en situaciones de riesgo?, ¿significa esto que no tenemos cuidado de nosotros mismos? Si abandonamos nuestra zona de confort a posta, ¿queremos de verdad pasarlo mal? Muchas veces me había encontrado tomando la elección difícil, la que da miedo... ¿Por qué? No creo que lo haga por masoquismo ni como forma de castigo; Creo que simplemente adoro el movimiento. Adoro lo que no sé cómo funciona, lo que me sorprende: las cosas que vienen por la izquierda cuando estás esperando que aparezcan por la derecha. Es como cuando quedas con alguien y crees adivinar por dónde vendrá y distraída te asustan desde el otro lado que no consideraste.

Los puntos de giro son las ruedas que dan movimiento al motor de nuestra vida. Sin ellos seríamos seres estáticos, inmutables, fijos... seguros. La seguridad me asusta. La rutina y el saber por adelantado de qué va la película. El horario de un trabajo de oficina que te entumece las piernas y el alma. El camino recto y las pautas a seguir. Lo políticamente correcto y las instrucciones de montaje. Creo que es por eso por lo que elijo los caminos rocosos y evito los llanos. Porque cuando llegas al final de ese camino lleno de obstáculos e incomodidades, lo que te espera va a tener el sabor del helado que más te gusta, el calor de una chimenea en invierno, el color del cielo atardeciendo cuando el mar engulle al sol y el sonido de esa canción que te pone la piel de gallina. Sólo por esa sensación vale la pena hasta la última cicatriz que has acumulado a fuerza de caer una y otra vez. 

En la calle olía a tierra mojada y el viento dibujaba enredos en mi pelo. Miré al cielo mientras una nube destapaba el sol y me prestaba un poco de su calidez. Fue entonces cuando caí en la cuenta de la dualidad del viento: es desagradable, desapacible... -como tantas situaciones que nos abofetean con sus manos cargadas de experiencia- pero es enérgico: nos empuja a seguir, nos mueve por fuera y por dentro. Sin él, las nubes no serían más que una masa gaseosa de hierro que no nos dejaría ver ni sentir el sol. 

Me quedé muy quieta sintiendo cómo el sol templaba mis nervios. Me concentré en mis preocupaciones y se las expuse al viento para que se las llevara. Y fue así, como en una tarde cualquiera del mes de septiembre, me reconcilié para siempre con el viento. 

5 de agosto de 2013

Tan callando

La sensación que le invadía en esa etapa de su vida estaba ya escrita en una canción que decía: "Y encuentro mil lugares donde irme pero ningún lugar donde quedarme". Viéndolo con el filtro positivo sabía que era un aprendizaje sin escudo, sin protecciones ni barreras. Pero los filtros son sumamente frágiles y en cualquier tropiezo te encuentras con otra realidad llena de obstáculos, miedos e imposibilidades. ¿El vaso medio lleno o medio vacío?, ¿la luz al final del túnel? Él no quería eso. No entendía por qué tenía que decidir. Él quería el vaso lleno y una carretera sin túneles. No era tanto pedir.

El tema recurrente en su cabeza era la falta de esperanza. No saber porqué se escogió el camino que giraba su rumbo hacia la izquierda y se despreció el que tomaba la curva hacia la derecha. Lo había hablado a veces con los demás: -¿Para qué todo esto?, ¿qué más hace falta?- preguntó en un momento de desesperación. -Fíjate un objetivo. Todos tenemos una meta, encuéntrala y ve hacia ella- le respondió uno. En otro momento de oscuridad buscó también respuestas en los que más saben porque más vivieron: -¿Qué harías tú?- preguntó. - Haz una lista de luces y sombras. Recuerda que en la zona de sombras están las limitaciones, miedos que te impiden moverte hacia esa opción; ahí te puedes explayar- le respondió otra.

En los momentos de decisiones importantes, decisiones que pueden marcar un cambio que se quede con nosotros como una honda cicatriz que no se va a borrar por mucho que pase el tiempo, hay que tomar aire, hay que pararse -él nunca se paraba- y si hay que hacer una lista de pros y contras se hace. Pero también suele pasar una cosa. Esta lista, la que nos va a hacer ver todo mucho más claro, ya está hecha. En lo más profundo de nosotros sabemos. Lo sabemos. Nos hacemos los tontos porque es parte del trato que tenemos con nosotros mismos. Es -por así decirlo- un gesto de protección que tenemos para con nosotros.

No hizo ninguna lista. Las luces eran evidentes y las sombras le tenían tan eclipsado que podía enumerarlas de una en una. La única solución la tenía el tiempo, que pasa como pasa la vida: "tan callando". Y el tiempo es un tramposo que hace lo que quiere. Se dilata o se contrae a su antojo, sin piedad ni pudor, ni siquiera repara en los daños que puede ocasionar en las ilusiones de los que están dentro de su manto. El tiempo fue el que hizo eterno el dolor de la pérdida, el tiempo hizo volar sus mejores momentos, el tiempo se apoderó de sus años y de sus ilusiones. El tiempo le hizo infinita la distancia. El tiempo parecía no estar de su parte.

Al final, cuando todo el terremoto de emociones cesó, cuando la avalancha de dudas decidió frenar y la tormenta de miedos dio paso al sol llegó al final de su camino. Allí, junto a unos arbustos, encontró una nota en el suelo que decía: "Ya has llegado. Ahora respira tranquilo. Ahora hay calma y sosiego. Ahora puedes encontrar todas las respuestas porque es ahora cuando las tienes al descubierto, como cartas volteadas en una partida de Póquer. Un problema de dos ecuaciones no tiene solución si te presentan una sola. No es que el tiempo no estuviera de tu parte, eras tú el que no estabas de parte del tiempo". Él sonrió con sus ojos llenos de vasos llenos y carreteras despejadas. Pensó en ella y supo que por fin había aprendido a volar.