29 de marzo de 2012

Aprendiz de corazón

  Abrió los ojos y recordó su muerte. Todo había ocurrido dos meses atrás. A pesar de su juventud nada había podido evitar que su corazón sufriera una grave enfermedad. Así, con tan solo 32 años, le llegó la hora del adiós. Un adiós momentáneo, sin embargo.

  Todo parecía haber estado tejido para que las cosas se sucedieran con facilidad y casi de manera planificada. El post-operatorio no estaba siendo fácil. No quería hablar con nadie porque ya no vivía su vida.

  Vaciando poco a poco su mente de recuerdos no lograría resetear y empezar de cero: lo sabía. Pero no era justo. Ahora su cuerpo tenía vida gracias a la sangre que bombeaba un corazón que no era el suyo. No quería saber de quién era. Sólo quería morir; esta vez sin el As en la manga que le tenían preparado.

  No pensaba en el suicidio, eso no. El médico le había dicho que era normal, que ir a un "especialista" le ayudaría a superar lo que se conoce como "la depresión de transplante de corazón". Él no quería revelar a nadie lo que sentía, porque no sentía nada. Estaba vacío y no veía con claridad. Las cosas pasaban fugaces, y los sentimientos resbalaban por su nuevo compañero con desinterés.

  Se sentía más vivo pero con menos vida, y esta paradoja no le dejaba dormir por las noches. Era consciente de todo lo que podía pasarle a nivel psicológico pero estaba asustado. No tenía control. La experiencia de un corazón nuevo le hacía sentirse como un actor secundario que sólo deja caer un par de frases a lo largo de una obra de teatro. Llegó al punto de ducharse tres y cuatro veces al día. La sensación de suciedad no se le quitaba. "Alégrate de estar vivo" - le había dicho su mujer. Él no estaba alegre; y es que él no era él.

  Con el paso del tiempo, poco a poco, y a base de razonar con sus sensaciones, que es como explicar a un niño de dos años que aporrear el cristal de la mesa con una cuchara no está bien, avanzó un poco más de lo que él esperaba y un poco menos de lo que todos esperaban de él.

  Por eso, cuando desapareció, nadie se mostró muy sorprendido. Sólo necesitaba tiempo: tiempo para estar consigo mismo. Tiempo para que ese corazón formara parte del grupo, tuviese personalidad propia y pudiera brindarle muchos más años de felicidad. Se dio cuenta de que no sentía rechazo por él. Su cuerpo lo había aceptado rápidamente, ¿por qué su mente no quería? No era rechazo, era nostalgia de su corazón de siempre. Porque lo que está con nosotros desde hace mucho tiempo nos deja una marca imborrable. Echaba de menos su corazón, el que había aprendido con él todo lo que hasta entonces sabía, deseaba, buscaba...

  Los latidos los sentía en el estómago, no comía desde hacía muchas horas y se daba cuenta de que debía regresar. Decidió entonces dos cosas: la primera y más importante era hacer las paces con este nuevo órgano que le había hecho renacer; la segunda era afianzar la relación con él. Tenía que explicarle todo de él, darse a conocer, hablarle. No tenía mucho tiempo; se hacía de noche y ella estaría preocupada.

  Le contó que su madre había muerto unos años atrás y la tristeza que experimentaba cada vez que pensaba en ella en días bajos, le habló de su pasión por la lectura y el cine, de cómo podía inspirarle una frase, un gesto, una mirada; Compartió varias anécdotas que habían supuesto un cambio en su vida y por supuesto le puso al corriente de los errores que había cometido: esos que recuerdas y te odias un poco, que te dejan un sabor amargo, pero que luego pasa. Al final, mientras conducía de vuelta a casa, le habló de ella, de cómo la conoció, de los días de playa, de los madrugones, del olor a café, de su accidente en bicicleta, de sus ciudades favoritas, de su familia, de lo fácil que sería todo si el ser humano no estuviera agazapado, si fuera valiente. Le regaló todas estas cosas que su corazón de siempre sabía porque había vivido en sintonía con todas ellas, cosas que no quería pasar por alto porque se debe asumir todo: lo bueno y lo malo. Este principiante de corazón tenía derecho a estar al tanto y poco a poco lo iría estando.

  Aparcó y se sintió insatisfecho. - Nos queda mucho que compartir, esto sólo ha sido una puesta al día - se dijo. Bajó del coche. Ella salió corriendo a su encuentro: - No vuelvas a hacer algo así sin avisar... ¿Estás bien? -  preguntó ella. - Poco a poco - dijo él.

12 de marzo de 2012

Tres días con Samuel Smiles. Día 3.

   Esa mañana al despertador se le concedió el día libre, ya que Luisa abrió los ojos veinte minutos antes de la hora programada. Esos despertares eran sus favoritos. El cuerpo decidía cuando era suficiente. Además, le parecía injusto el protagonismo que se adjudicaba el oído frente al resto de los sentidos en el momento de tomar conciencia de la llegada de un nuevo día. Siempre nos despertamos con el oído, y ella prefería despertarse con los ojos.

   Se desperezó y pudo comprobar que el ordenador había estado encendido toda la noche. Estaba tan agotada que había olvidado apagarlo. Aprovechó para revisar su correo y al abrir el navegador encontró dos cuadrados. Eran como dos grandes pulsadores virtuales. Se frotó los ojos que aún no habían perdido la resaca del dormir, y leyó lo que cada cuadrado contenía. El de la izquierda era de color naranja y en él estaba escrito el número uno. El derecho era azul y contenía el número dos. Sin pensarlo demasiado hizo click sobre el número uno. Sonó un pitido muy fuerte y el ordenador se apagó.

   Luisa no sabía muy bien qué acababa de pasar, pero lo que sí sabía es que llegaría tarde al trabajo como se pusiera a jugar a los detectives. Se lavó la cara, puso al fuego la cafetera mientras se maquillaba y se vistió. No encontró tráfico que aumentara su ya evidente retraso, por lo que se puso de buen humor. En la calle donde se encontraba su oficina una chica estaba dejando su sitio de parking libre y Luisa daba brincos de alegría, literalmente.

   Ese día tuvo muy pocas llamadas. Ni clientes quejándose, ni proveedores avisando de posibles retrasos en las entregas... ni siquiera le había llamado él. Solía hacerlo de vez en cuando. Sus llamadas eran así: tono de llamada, Luisa descuelga y saluda, silencio, Luisa insiste, silencio, pitidos de fin de llamada. No sabía a ciencia cierta si era él pero cuando le habían comentado que había cambiado de teléfono le pareció bastante probable. El porqué lo hacía no lo tenía tan claro; él fue el que escapó, el que olvidó su futuro: el de ellos.

   No quería volver a casa. Allí, después de todo, no le esperaba nadie. Dejó el coche donde estaba y se fue dando un paseo al centro. Había gente por todas partes, las tiendas estaban abarrotadas y los bares repletos de jóvenes celebrando la llegada del fin de semana. El sol siempre acompañaba en esta época. Se quedó parada en una esquina dejándose calentar por los rayos de sol. Cerró los ojos y sintió la cercanía de alguien; como cuando notas que te miran. Abrió los ojos y él estaba frente a ella. Era un situación muy embarazosa pero sobre todo triste.

   - Ten cuidado con eso de cerrar los ojos en mitad de una calle tan transitada como ésta - dijo él mientras se acercaba. Luisa sonrió y calló. - ¿Cómo estás? - preguntó él como quien pregunta la hora. - Estaba bien hasta hace un minuto - bajó la mirada pero corrigió el movimiento y enfrentó su mirada, la de él. - Siento que mi presencia te moleste. Si quieres la próxima vez sigo mi camino - él hablaba con miedo; como si tuviera que medir cada palabra para superar un examen. - Lo de seguir tu camino es una costumbre arraigada en ti, no creo que tuvieras problemas con ello - sintió ser tan brusca pero las palabras fluían con naturalidad. - Me gustaría hablar contigo. No sé si alguien te ha contado que lo estoy pasando mal. Que no duermo bien desde hace un tiempo. Que pienso en ti constantemente. Que te llamo a veces al trabajo y cuelgo por pura verguenza. Que algunas noches paso por la puerta de tu casa por si me cruzo contigo... - Luisa paró su discurso: - ¿Me estás acosando? - él se acercó aún más y con la voz entrecortada le confesó: - Te echo de menos. He tenido tiempo de pensar, de darme cuenta de las cosas que me importan, de lo feliz que era cuando estábamos juntos, de que he sido un cobarde y de que el miedo me ha hecho huir. Ahora es diferente, sé lo que quiero: te quiero a ti. 

   Luisa se recolocó el bolso que ya estaba a punto de rozar el suelo. Cuando él la había dejado pegándole aquel mazazo con la frase: "necesito cambiar de vida, aires nuevos, avanzar yo solo", ella no había gritado, ni se había enfadado; ni escenas ni sobreactuaciones. Simplemente ella había dejado de sentir. El sentimiento que le unía a ese hombre se había desintegrado, y a los pocos días era como un yogurt caducado, empezaba a cubrirse de moho y olía tan mal que tuvo que bajar a la calle a tirarlo en el primer contenedor que vio. Cuando un sentimiento se quiebra, aunque sea algo inmaterial, puede oirse un crack, y duele; Pero es como cuando te crujen el cuello: duele pero luego te sientes en la gloria.

   - Adiós - sentenció Luisa con una espléndida sonrisa en su cara. - ¿No vas a decirme nada? - murmuró él. - Dicen que rectificar es de sabios, pero eso no implica que el sabio tenga la posibilidad de retomar su antiguo camino. Según tú, te has equivocado y quieres solucionarlo. Me parece perfecto. El problema es que yo no voy a solucionarlo contigo; lo vas a hacer tú solito por ese camino que decidiste andar solo. No pienses que te guardo rencor, tuve que tirarlo a la basura junto al amor que sentía por ti, estaba caducado. - Respiró profundamente antes de terminar - ¿Sabes? Algún día tú también pulsarás el número uno y dejarás que la vida te enseñe lo que necesitabas saber. Que te vaya bien. - Y se marchó.

El que nunca cometió un error, probablemente nunca haya descubierto nada.

7 de marzo de 2012

Tres días con Samuel Smiles. Día 2.

   Cuando perseguimos algo sin que exista una necesidad real de ese algo nuestro esfuerzo por conseguirlo es tan absurdo como echar monedas en una hucha rota. 

   A lo largo de mi vida me he encontrado en situaciones que ni buscaba ni necesitaba. En esos momentos en los que muchos estarían temblando sólo de pensar en las consecuencias que podrían presentárseles gracias a esa situación, yo miraba a mi alrededor y me veía claramente fuera de lugar. Si estaba ahí era por algo, sin duda, pero yo no había apuntado hacia esa diana. ¿Por qué me habían dado a mí esos dardos cuando yo ni quería ni pretendía jugar?

   La vida es como un pentagrama desobediente que coloca las notas sin conocer  las figuras ni las claves. Básicamente las coloca en cualquiera de sus cinco líneas y las hace desfilar una detrás de otra. Curioso que en ocasiones el resultado sea una preciosa melodía.

   Otras veces, se nos revela una luz al final de un túnel y, obcecados movemos cielo y tierra por llegar hasta ella. En ese recorrido, más o menos largo, tropezamos debido a la oscuridad cuando no nos están empujando otros anhelantes de luz.

   Lo que diferencia a unos de otros es el modo de caminar: unos gozan de un ritmo casi deportivo, otros prefieren ir con cautela: pasito a pasito, algunos impacientes corren hasta la extenuación, los más desmoralizados llevan un paso que podría compararse con el reptar de las serpientes... De ahí la importancia del cómo se llega a la meta. 

   Quizás estés pensando: - Yo me empeño a fondo. Hago todo lo posible para conseguir mis objetivos. Pero eso no tiene nada que ver porque por mucho que lo intente, a veces, no logro lo que me he propuesto.-

   Está claro que el esfuerzo empleado para alcanzar un determinado objetivo y el éxito obtenido en ese proceso no se relacionan en base a una proporción directa: ¿a más esfuerzo mayores logros? La experiencia nos demuestra que no.

   Pero también está claro que si piensas que no es tu culpa estás equivocado. Tú eres el responsable de tus actos, tu eres el responsable de llegar a tu meta o no llegar. Siempre hay un motivo detrás de una derrota. Las excusas tranquilizadoras, el "esta vez no ha podido ser", "no era mi momento"... no son más que tiritas en una herida profunda: no sirven para nada. 

   No os echéis encima de mí por este tipo de afirmaciones. Soy consciente de que la vida es injusta, de que lo bueno que aportemos no siempre nos devolverá lo que merecemos, de que si damos 100 quizás sólo recibamos 1 o nada. No hablo de eso. Hablo de que cojáis todas aquellas luchas "sin necesidad real" y hagáis con ellas lo mismo que el cerebro con los sueños: los desechéis. No porque no tengan importancia sino porque no se componen de un material real. 

   No desperdiciéis las monedas arrojándolas a una hucha rota. No esperéis el momento perfecto para descorchar vuestro mejor vino. Haced de cada historia una leyenda y de cada intento un premio. El que dijo que a la tercera va la vencida sólo lo intentó tres veces antes de ganar. No pongas límites a tu coraje porque es posible que al vigésimo sexto puntapié metas el gol de tu vida.


La razón por la que tan poco se logra es generalmente porque se intentó poco.
Samuel Smiles.

6 de marzo de 2012

Tres días con Samuel Smiles. Día 1.

Cuando volvió de su periplo por Europa algo en él había cambiado. Volvía más ligero, no sólo porque se apreciaba una considerable pérdida de peso, sino porque su mirada estaba libre de cargas. 

Samuel era un joven con manos de viejo. ¿Saben las marcas propias que la vejez va regalando a las distintas partes de nuestro cuerpo? Las arrugas en las manos y la rigidez en los dedos descolocaban a cualquiera que lo conociera. ¿Cómo podía experimentar un desgaste vital en las manos impropio de su edad, mientras que el resto del cuerpo gozaba del benevolente paso normal del tiempo?

"Las experiencias de cada persona se reflejan en sus manos" - solía decirme. Al ser más o menos de su edad, me costaba entender su singularidad. Habíamos estudiado juntos, tanto en el colegio como en el instituto. Compartíamos grupo de amigos e incluso en una ocasión llegamos a compartir novia (no al mismo tiempo, uno antes y el otro después). Habíamos encontrado trabajo prácticamente a la vez. Teníamos las mismas cartas y jugábamos al mismo juego. A simple vista nuestros caminos seguían un curso paralelo y acompasado, el problema estaba en la escala de nuestros caminos. No en una escala en términos de distancias sino en una escala de vida: una escala vital.

La escala vital medía el carácter, la personalidad, las experiencias, las anécdotas, las reflexiones... Tomaba nota de todo lo que nos iba configurando y no había posibilidad de formatear nuestro disco duro para empezar de cero. Si diseñáramos nuestros caminos en dos mapas, el mío podría verse a una escala vital de 1/10. Sin embargo, su camino estaba escalado al 1/1000. No lo digo con un tono despectivo ni hay envidia en mis palabras. Siempre habrá personas que suban los peldaños más rápido, que gocen con más intensidad, que lloren con más tristeza. 

Con su vuelta me hacía sentir más vivo, más importante, hacía aumentar mi escala vital. Pasó un tiempo y adoptamos una nueva costumbre: tres veces a la semana practicábamos senderismo. No importaba si el terreno era adecuado o no. Simplemente subíamos más y más alto. Abajo quedaba la ciudad con su ritmo y su cadencia, capaz de adaptarse a cualquiera que pusiera un pie en ella. Nosotros la divisábamos a lo lejos.

Samuel estaba callado. No era un silencio incómodo, todo lo contrario. Le pregunté por sus manos y bromeé diciéndole que tuviera cuidado con la vida que estaba llevando, que a ese ritmo su destino sería cuanto menos artrítico. Me miró y sonrió: - No es de la vida de la que debemos protegernos - afirmó mirando las luces de la ciudad que iban poco a poco tomando protagonismo - sino de lo que hacemos con ella.

Enmudecí con cierto desasosiego, no pretendía que mi frase tuviera mayores consecuencias. - Imagina un espacio vacío situado en medio de ninguna parte. Aunque pueda parecer absurdo hay un ladrón empeñado en robar ese vacío. Como no puede llevárselo porque no puede acarrear con nada, decide ir llenándolo con pequeñas cosas que va encontrando por el camino. Poco a poco ese vacío va desapareciendo. El ladrón lo ha ido robando despojándolo de su cualidad innata: la ausencia. - Samuel iba improvisando, pero sabía el destino al que quería llegar. - La vida es este espacio vacío. Las experiencias nos van dejando pequeños obsequios que van llenando nuestra vida. Finalmente, en el espacio que estaba vacío nos encontramos con aprendizajes, recuerdos, anécdotas... que acampan a sus anchas y van encajándose como figuras del Tetris. No hay experiencia desierta. Todo lo que hacemos y todo lo que vivimos va llenando el espacio que se nos ha dejado vivir. Eres tú el que decide lo que quieres tener dentro o de lo que quieres desprenderte. Mis manos expresan intensidad, movimiento, valentía. Bienvenida sea otra arruga más si cuando la mire me habla de vida -. 

La vida siempre será en gran medida lo que hacemos nosotros de ella.
Samuel Smiles.

5 de marzo de 2012

Sin musas

   Cuando pienso en algo muy bueno, en una sensación que no te deja indiferente, que te tranquiliza y te mueve a hacer algo con un ánimo valiente, se me ocurren varias posibilidades. Pero ayer, viendo una película, me di cuenta de algo: lo inspirador. Las cosas, las personas, las frases, los paisajes... todo aquello que mueve tu espíritu y te inspira es sagrado. Hay que cogerlo, guardarlo y sobre todo no olvidar el mensaje oculto que nos ha mandado (aunque seamos nosotros los que decidimos si hacer caso o no a esas señales o estímulos, claro está). 

   En fin, como la inspiración no siempre viene de las musas, hay que currársela un poquito. En estos días que vienen he pensado en cambiar un poco la estructura de mis relatos. Vamos a probar, ¿quién sabe lo que puede salir de aquí? 



   Tres días con Samuel Smiles. Este escritor que vivió en el S.XIX  y por poco no cumple un siglo, tiene citas célebres que versan sobre el optimismo y tienen la capacidad de alegrarte el día. No sé si tendrá algo que ver con su apellido, pero he decidio que sería una buena opción para empezar a crear algo. 

   Mañana publicaré el primer relato de los tres que formarán la serie: Tres días con Samuel Smiles. Espero que lo disfrutéis. Yo, por mi parte, espero fortalecer los músculos de mi imaginación, ¡que falta me hace!