10 de diciembre de 2012

Lo que ya fue



Para ti, porque tu amistad fue amor a primera vista.

   No es que piense mucho en lo que fue. De cuando en cuando me encuentro perdida en ese mundo paralelo, ese mundo que no viviré porque sencillamente mis pasos han ido tomando un rumbo marcado por otras experiencias, otras indicaciones, otros letreros luminosos…

   Las huellas que he dejado no pueden borrarse y tampoco volveré sobre ellas para cambiar el trayecto de mi camino, no porque no pueda, sino porque sería demasiado complicado: una maraña de pisadas en una playa que ya he recorrido y que solo me causaría confusión.


            ¿Cómo virar el rumbo que me he impuesto casi de manera arbitraria? ¿Cómo ser A si siempre he sido B? Los cambios que se sufren interiormente se reflejan siempre –para bien o para mal- en el exterior, pero nunca al revés. Podría engañarme y empezar a actuar de una manera extraña –no por resultar rara sino por no ser MI manera habitual de actuar- pero solo estaría sonriendo frente a un espejo que ya no refleja mi imagen sino un engaño maquillado. Sería como añadirle a unas gafas un filtro azul para poder ver verde el sol. Si nadie, ni siquiera yo, me quita las gafas, viviría feliz, con una realidad creada y creída por mí.

          Pero no estamos solos y lo sé. Cuando menos me lo espere las gafas caerán y volveré a ver la realidad con el color que siempre ha tenido, una realidad sin filtros. Y aunque sea consciente de que siempre había sido así, estaré tan acostumbrada a mi mundo verde que todo perderá sentido. Y es entonces cuando las lágrimas de la lucidez me resbalarán por los pómulos y descenderán hasta rasparme el cuello con su dolor líquido, y miraré a mi alrededor buscando otros asideros que me proporcionen esa seguridad que ya no es verde pero que tanto necesito.

        Yo siempre te he deseado lo mejor: un mundo que supiera entender tus peculiaridades y que te regalara ese amor blanco que tú más que nadie necesitas. Un mundo sin complicaciones, con soluciones sencillas, un mundo lleno de ecuaciones de una sola incógnita. Te repito que siempre te he deseado lo mejor, aun cuando te dejé a un lado y no tuviste más remedio que sacarme de ese mundo que habías construido para los dos. 
     
            No sabría qué decirte si te encontrara un día de frente. No sabría si saludarte o no. Aunque es cierto que siempre he pensado que quien sale jodido –o más jodido- de una relación tiene el poder de decidir cómo se actúa en ese tipo de situaciones, así que no sería yo la que tomara la iniciativa: es toda tuya. Y créeme que no sé muy bien por qué, después de este tiempo, estoy dando vueltas por esa playa que ya no sólo tiene huellas de ida sino que en ella pueden leerse también tímidas huellas que decidieron retroceder sólo para poder comprenderlo todo un poco mejor, para no caer en la tristeza de lo que ya fue, para saber que sus compañeras –las huellas de la ida- se sienten orgullosas de estar marcando el camino que marcan y no otro. Y ahora estoy feliz, porque cuando tuve que regresar para reafirmar el camino tomado, sólo vi aciertos. Todas mis huellas habían superado el examen con sobresaliente y no pude parar de sonreir durante días, días que fueron semanas y semanas que fueron meses.

          Y de verdad que no sé muy bien el porqué de todo esto… es solo que ayer, al desearte un feliz cumpleaños, mis dedos teclearon “muchas facilidades” en lugar de “muchas felicidades” y al darme cuenta del error no hice nada por subsanarlo. Pensé que –en definitiva- así estaba bien.

14 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Último capítulo



     Supongo que esperáis un final. Al menos un "a continuación"... pero lo siento, no puedo daros algo que no está en mi mano; quiero decir que prácticamente desde el comienzo de mi historia habéis sabido que finalmente ella y yo tomábamos rumbos diversos. Me gustaría, de verdad, deciros que ella me vio en aquella sala y vino corriendo hacia mí como si de una película de Anne Hathaway se tratase, pero la realidad no siempre supera a la ficción,  y después de todo no me quejo de los finales que se alejan del "Happy Ending" que siempre esperamos en lo mas profundo de nuestro ser.

            Deseamos un final feliz para todas las historias porque si las cosas terminan bien en la vida de otro, ¿por qué no lo harán en la nuestra? Necesitamos creer que existen estos finales para no perder la fe en nuestro posible final feliz, el que esperamos a cada paso que damos en nuestro camino.

            Os ofrezco una alternativa: imaginad vuestro final, aunque sea un final digamos a corto plazo o provisional. Ese final, vuestro final, no solo os dará libertad, sino que nos estaréis liberando también a nosotros de sufrir un "a continuación..." que se queda cerrado, un "a continuación" que no deja puertas abiertas, que nos encierra inevitablemente en uno de esos vagones de tren de los que no podemos escapar.  Siempre me ha gustado más el desarrollo - con sus comas y sus puntos y aparte- que el maldito fin con su obligado punto final. Hay que disfrutar del durante porque es donde todo tiene sentido, el durante es cambiante y nos hace sentirnos vivos, el durante es el único tiempo que existe aquí y ahora.

            Ella me hizo sentirme plenamente vivo, y por eso no quiero castigar nuestra historia con un final; porque los sentimientos no tienen fin. ¿Cómo van a tenerlo si son un continuo nudo incapaz de llegar a un desenlace? 

            Después de todo, el motor que ha hecho posible esta historia fue desde el principio la melancolía. “La melancolía es la felicidad de estar triste”… Esta tristeza feliz me hace, de cuando en cuando, perder la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto.   

            Cuando pierdo mis sentidos es cuando puedo apreciar a un nivel máximo esta profunda tristeza; allí, en ese estado soy indestructible. Me siento como esos brujos que están destinados a morir en la hoguera pero no tienen miedo, no tienen deudas que pagar ni tampoco ganas de luchar contra lo que les espera. No me importa ganar o perder, no me importa porque tanto la victoria como la derrota me hablan de vida. Se gana o se pierde cuando te juegas algo. Hay que jugársela, sin miedo; porque de todas formas, en las historias de amor no hay ganadores o perdedores, normalmente se llega a una derrota compartida, una mitad la carga uno y la otra mitad se la queda el otro.

            Absorto, lejos de mis sentidos, estoy con ella, estoy en nuestra historia, estoy sin estar, y en esta dualidad soy yo mismo, yo mismo viviendo con un corazón, que valiente o cobarde, no ha aprendido a olvidarla, no porque no pueda, sino porque nunca ha querido.

13 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VIII



      Al igual que las indicaciones en las autovías nos van facilitando el viaje, yo llevaba un tiempo sabiendo que el viaje, el nuestro, estaba llegando a su fin. Veríamos un cartel que nos avisaría: “Fin a 15 km”. Y así, intentando no darnos cuenta, acabaríamos aplastados por el pisar del freno, consumidos con la reducción de marchas, rematados al echar el freno de mano y completamente exhaustos con el apagón del motor.


            Julia tomaba el café con unas gotas de leche y sin azúcar. Cuando el café está demasiado caliente podemos añadirle leche fría. Aunque la cantidad de leche sea prácticamente insignificante el café perderá el calor de inmediato. Sin embargo, un café frío no se calentará con un poco de leche caliente. Ella fue abandonándome sin pretenderlo. Yo lo aceptaba al igual que había aceptado su atención cuando nos habíamos conocido. Siempre he estado preparado para recibir lo bueno y, por ende, lo malo. No creo ser merecedor únicamente de cosas buenas y al igual que llegan los momentos de diversión, goce, pasión y felicidad, contamos con la presencia de los momentos de tristeza, impotencia, injusticia y ausencia.

            El final era andar a pasitos cortos, inseguros, desconfiados y aburridos. No la había dejado de querer ni un solo momento desde el día en el que la encontré necesitada de mi mundo. Un amor necesitado es siempre un error. El “yo te necesito” implica siempre un “algún día necesitaré otra cosa”. Se puede aplicar a casi todo. La sociedad va creando en nosotros más y más necesidades, falsas necesidades. Yo la necesitaba pero no puntualmente, como podía necesitar desconectar o viajar durante algún tiempo. Yo la necesitaba como necesitaba respirar, como necesitaba beber… la necesitaba como condición para no ir muriendo poco a poco. Claro que, si después de cinco años sin ella seguía vivo, mi teoría de la necesidad perdía todo su sentido.

            Quedaron pocas llamadas, pocas fotografías, pocos regalos, y demasiado vacío. Un vacío lleno de soledad mal soportada, de días desperdiciados, de dudas no resueltas. El tiempo, el tópico menos tópico que existe, fue alejando todo, reduciéndolo a un cajón desastre guardado en algún altillo de nuestra memoria.

            Entré en la sala nervioso. Sin saber el motivo real que me había movido a asistir. Quería verla, por supuesto, pero el porqué se me escapaba. Retroceder, recordar, recaer son algunos lastres innatos en el hombre. Tropezamos y volvemos a tropezar incluso sin piedras de por medio.

            Ella estaba sentada en la mesa principal con sus compañeros, estaba distraída y esta vez no elegí un sitio cercano a ella. Busqué el punto opuesto, ese que pasa desapercibido, y me senté. Yo no podía desdibujar la sonrisa que tenía pintada en la cara mientras la observaba moverse, gesticular, bromear con los demás. La intensidad de la luz se atenuó un poco, como cuando comienza una película en el cine. Agradecí el gesto y me dispuse a disfrutar del espectáculo.
           
            —A veces pienso que somos personas valientes que tenemos que vivir con un corazón cobarde, y no al revés —comenzó su discurso. Venían a mi mente tantos momentos, tantas conversaciones desmigando conceptos con ella, tanta vida pasada que ahora se actualizaba a pasos agigantados.

            La miraba a los ojos aun estando lejos de ella. La miraba fijamente sin dejar que se me escapara ninguna de sus palabras. ¿Por qué las cosas son tan complicadas? O  mejor dicho: ¿por qué las hacemos nosotros tan complicadas? Lo que funciona no necesita ser arreglado pero sí necesita un control de vez en cuando para prevenir posibles desgastes o  piezas en mal estado. Pero nuestro concepto de la vida, el de ella y el mío, defendía la idea de que “lo que se usa se acaba desgastando”.

            El desgaste no es negativo, deja ver que se ha disfrutado de algo, que se le ha sacado partido, que ha formado parte de nosotros, que nos ha acompañado en una etapa de nuestro camino errante por esta vida que inevitablemente termina algún día. ¿Cómo no van a terminar cosas tan pequeñas como una relación si lo más grande y aquello que envuelve todo- que es la vida- termina sin posibilidad de un plan b?

            Las luces tomaron la intensidad inicial y los asistentes comenzaron a levantarse. Yo decidí hacer lo contrario de la primera vez que nos encontramos en una situación similar y me quedé sentado. Ella y el resto de ponentes recogían sus cosas y se felicitaban unos a otros: prácticas educadas que se realizan la mayoría de las veces casi por inercia.

12 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VII



        El clima y el ánimo están estrechamente unidos. Si me levanto y veo que en la calle brilla el sol se me pega un poco de ese brillo y me siento más fuerte. En cambio, si el día amanece nublado o lluvioso me vuelvo inapetente. Para mí, el final de nuestra historia fue un fuerte vendaval que golpeaba la lluvia que caía torrencialmente tornando imposible el hecho de no mojarse aun estando bajo el paraguas.

            Recuerdo una vez, al principio del verano, que Julia se enfadó conmigo porque a la hora de elegir el vino para la cena escogí un vino tinto y no uno blanco. —Pero el tinto también te gusta, ¿no? —me defendí. —Pero me gusta más el blanco y lo sabes. Actuaba como quien busca desesperadamente un motivo por el que enfadarse, una excusa para añadir un poco de frustración a su vida. —No creo que sea para tanto, Julia… —. Ella me miró intensamente pero no fue una mirada prolongada. Se secó las manos en el trapo de la cocina, cogió su bolso y se fue. Estamos hartos de oír hablar de lo difíciles que son las mujeres, de que no hay quien las entienda y todo ese manido discurso que llena las bocas de tantos hombres. Yo me quedé sintiendo una especie de culpa por no haber hecho nada malo. ¿De verdad alguien puede estropear una cena porque el vino elegido no es el que más le apetecía?, ¿la llamaba o la mandaba a tomar viento fresco y me daba el homenaje yo solo? Dejé de pensar y pasé a la acción. Ella era libre de hacer lo que quisiera, faltaría más, pero yo también lo era, así que descorché la botella de vino tinto y comencé a beber mientras esperaba que terminara de cocerse la pasta. Las almejas estaban listas en la sartén para condimentar unos espaguetis que echarían de menos una bonita cena para dos. Se tendrían que conformar conmigo, después de todo era mi plato favorito.

            Rellené de nuevo mi copa y ya sentía la presión que deja el vino en la cabeza cuando se bebe con el estómago vacío. Un portazo me sobresaltó. Julia entró en la cocina con una botella de vino blanco en la mano y una seriedad extraña. Yo no sabía exactamente en qué punto estábamos. —La vida son dos días —dijo— Sé que podría haberme conformado con el vino tinto, pero para dos días que tengo ¿por qué no tener lo que quiero si puedo conseguirlo? —. No sabía si tomármelo a mal, a bien o a me daba igual. Le pasé el sacacorchos y con una velocidad digna de récord se sirvió una abundante copa de vino blanco. —Eres una caprichosa —le dije— haces que tu ánimo cambie por cosas tan nimias que no te das cuenta de que ahí no reside lo importante—.  Ella bebió y se pasó la lengua por los labios. —Lo importante para ti no es lo mismo que para mí —. Sacó del bolsillo de su pantalón un sobre, un sobre donde ponía mi nombre: “Para Ignacio Medina”. Yo no sabía qué era todo aquel teatro que estaba siendo representado sin mi consentimiento y que además me había elegido a mí como protagonista. Julia sonreía y seguía bebiendo. Abrí el sobre como quien abre un paquete gigante envuelto en papel dorado y con un gran lazo rojo; de esos paquetes que sabes que contendrán algo que deseas desde hace tiempo. Saqué dos cartulinas rectangulares y rígidas; en una estaba mi nombre y en la otra el de ella. — ¿Me estás invitando a acompañarte al próximo congreso que tienes en… —releí la invitación porque no había visto el lugar de celebración— en Roma? —. Ella dejó la copa en la encimera y se acercó a mí. —Mira, ya sé que es pronto, que quizás no te apetezca, que tengas otros planes para esas fechas… Si no quieres venir es tan sencillo como… — ella no iba a parar de hablar y yo, para cortar su respuesta, seguramente sarcástica, hice lo que ya una vez me había funcionado con ella: la besé; pero esta vez no me di cuenta de la intensidad, la precisión o la magnitud del beso. Esta vez todo era distinto.

            Mi mente descartó toda esa información porque era imposible materializar en palabras todo lo que se había desencadenado en ese momento. El camino estaba tomado y a ella —que no le gustaba pensar que toda elección implica un rechazo— se le concedió la oportunidad de que en esta ocasión fuera otro el que tomase un camino y no el otro.

11 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VI



Qué situación tan increíble, en serio, mi día a día se veía asediado por esa melancolía del presente que antes he intentado explicar. Julia siguió: —Ese día era importante para mí. Cuando desperté y me llamaron para sustituir al Doctor Segura tuve que hacer todo con las prisas cortándome la respiración. No estaba preocupada porque era una charla que conocía prácticamente de memoria y la verdad es que el pánico escénico no lo he sufrido en mi vida. Pero cuando salí de casa y entré en el metro empecé a marearme, me apoyé en la pared y había un pequeño tornillo que sobresalía y que quiso destrozarme las medias. Sabía que no me desmayaría pero notaba mi tensión por los suelos y un sudor frío que me recorría toda la espalda. Recordarás que me agarré a ti y me senté en el sitio en el que tú tenías pensado sentarte, ¿no?

            Yo la escuchaba como quien está escuchando una historia desconocida, una historia que no le compete. —Bueno, yo recuerdo que prácticamente me apartaste… — Ella lanzó una sonrisa con aires de superioridad. —Me estaba sujetando a lo primero que vi. Tú fuiste lo primero que vi, Nacho. —Sonreía guiñando un poco los ojos. Continuó: —Después me sentí estúpida pero no iba a compartir con un extraño lo que me estaba pasando, no confío demasiado en la bondad de la gente y tampoco me gusta dar explicaciones —. Él sintió ternura, una ternura infinita por aquella mujer y por su afán de luchar en un mundo cruel sin aceptar la ayuda de nadie. —Bueno —avanzó—, después cuando comencé la charla y vi que alguien se levantaba me sentí humillada. Sé que no es algo personal pero no sabes lo que mina el ánimo de un profesor que un alumno no le dé ni la posibilidad de atrapar su atención. No me habías dado ni cinco minutos de gracia, pero claro, cuando te giraste y me di cuenta que eras el chico del metro sólo quería que me tragara la tierra. Parecía como si el día me tuviera deparado desde por la mañana una batalla contra ti sin hacérmelo saber. Yo también tenía esa sensación de “guerra” a la que aludiste acto seguido, ¿sabes? Acorté la ponencia todo lo que pude, resumiendo los aspectos básicos y prometiendo pasar el material por e-mail a los asistentes. Salí del salón de actos como quien corre hacia la estación de tren aun sabiendo que no llegará a tiempo. Giré un pasillo y te vi fuera, al sol, recostado en la pared, mirando sin mirar y me parecía como si te conociera desde siempre. Necesitaba sentirme apoyada, alguien que me dijera “cálmate, no pasa nada, todo va bien”. Tú eras el único que podías hacer ese trabajo porque eras el único que me conocía sin conocerme —Carraspeó y entrecerró los ojos como queriendo enfocar sus pensamientos. —Cuando nos abrazamos me sentí como si yo no fuera yo; en ese instante yo era otra persona, en otro lugar, en otra época y con otra vida. Quería que lo supieras para que veas cómo un gesto sin importancia puede cambiar la vida de otro, cambiar para mejorarla. Tú me mejoras y quiero que lo sepas, y que sepas lo importante que eres para mí —. Mi mente iba a mil por hora, quería decirle un millón de cosas: todo lo que ella me provocaba, cuánto me gustaba su actitud ante la vida, cómo me embelesaba con sus palabras, la fuerza que tenía su mirada… Que era ella la que me había salvado a mí, que ella significaba todo en mi vida, que habíamos tirado de la misma cuerda invisible sin ser conscientes de ello, que a mí me bastaba su cercanía para sentirme vivo, que ni ultrasonidos ni corrientes de separación podían hacer que me alejara o me olvidara de ella. —Gracias —respondí.

La Materia Gris del Corazón - Capítulo V



Sentía un peso que no podría definir como malo pero que ciertamente bueno tampoco era. No la conocía de nada y ya podía sentir una melancolía ilógica dentro de mí. Víctor Hugo decía que “la melancolía es la felicidad de estar triste”. Cuando vivimos con intensidad, con deseo, sin miedo y vamos poco a poco adquiriendo experiencias vitales, recuerdos que se nublan por momentos, imágenes distorsionadas que se han quedado dentro de nosotros… sonreímos con una pena inexplicable. Te alegras de haber vivido todo aquello porque te consideras afortunado pero al mismo tiempo, un sentimiento crece en paralelo y es como una punzada honda que se adentra en nosotros y repentinamente nos invade el temor de no volver a tener la oportunidad de vivir cosas que nos hagan sentir de la misma manera que nos hace sentir todo lo que nos provoca melancolía. ¿Pero cómo podía sentir melancolía de algo que no había vivido? Pensé que lo llamaba así porque no sabía con qué palabra definir lo que sentía. Tenía ganas de sentarme al sol fresco de primavera, cerrar los ojos y dejarme llevar hacia donde la vida quisiera, sin planes, horarios ni ataduras. Tenía la mirada perdida y como por capricho del azar, ella, que recordemos que era buena con las miradas, consiguió encontrar la mía y atraparla. Tenía un gesto tímido, la noté turbada y como si fuera una niña pequeña a la que se quiere consolar me acerqué a ella. Tenía los brazos cruzados defendiéndose de cualquier cosa que la pudiera atacar, defendiéndose incluso de ella misma. Yo la tomé por los codos y le separé los brazos. El gesto tímido se había transformado casi en una mueca suplicante; suplicaba comprensión, me estaba pidiendo una ayuda que yo no sabía si sería capaz de darle. Le sonreí y me rodeó con sus brazos abrazándome fuerte, como se abrazan los amantes que se despiden, como el abrazo entre dos amigos que no se ven desde tiempos inmemoriales. Yo me sentía estúpidamente importante.
           
            Nuestra capacidad auditiva escapa a los ultrasonidos porque su frecuencia está por encima del espectro del oído humano. Existen pero no podemos oírlos. Lo mismo pasa con la conexión entre las personas. Hay unas corrientes potentes de atracción que hacen que dos personas, como en nuestro caso, desconocidas, sientan una conexión inmediata, como si cada uno estuviera sujeto al extremo de un mismo elástico en tensión que cuando no puede estirarse más se contrae acercándonos el uno al otro sin remedio. Ella y yo estábamos conectados por alguna fuerza que escapaba a nuestro control y a nuestra comprensión, pero que al igual que los ultrasonidos esa fuerza existía.

            Desde ese momento comenzamos a vernos prácticamente a diario, llamadas casuales, sin obligaciones, por el mero placer de vernos y estar el uno con el otro. Aprovechando la temperatura primaveral que embellecía y templaba el ambiente le cogimos gusto a irnos a un parque enorme que estaba cerca de mi casa y en el que pasábamos las tardes leyendo, charlando, discutiendo… conociéndonos. Una tarde se sentó más cerca de mí que de costumbre. Sentirla tan próxima me bastaba para aguantar la más grande de las penas, el tedio más desalentador, la preocupación más inmediata. Ella miraba hacia la nada y me recordó al momento en el que yo andaba con la mirada perdida y ella la había encontrado. —Dime —dije sabiendo que la primera palabra no saldría de ella. — ¿Recuerdas cuando nos abrazamos sin tan siquiera conocernos? —.
           
            La pregunta, como en la mayoría de los casos no esperaba una respuesta basada en su significado literal, por tanto un “sí, me acuerdo” hubiera sido una respuesta indigna. — ¿El día que me abrazaste quieres decir? —Bromeé para salir del paso en un modo elegantemente cobarde. — Un abrazo puede comenzarlo una persona, pero si la otra no abraza a su vez no podríamos llamarlo abrazo, ¿no, listillo? —. Sí, el listillo lo sabía y por eso sonreí. —En fin, sólo quería decirte lo que significó para mí ya que nunca hemos hablado de ese momento. Quiero que lo sepas porque cuando expreso lo que tengo dentro me siento bien, vamos, que lo hago por puro egoísmo, no te creas… —ahora la nerviosa era ella.

9 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo IV



     Permitidme que os cuente cómo comenzó todo. Yo me había inscrito a un curso de “Psicología de la Comunicación” y esa mañana no tenía ninguna gana de asistir a una charla que daría un psicólogo de una reputación tan afamada como lo era su cualidad de aburrir a sus oyentes. Cuando estaba en el metro eché un vistazo para ver si sería un día afortunado o si, por el contrario, debería permanecer en pie las once paradas que me separaban de la Facultad de Psicología. En el momento en el que me dirigía hacia un asiento libre, alguien, agarrándome de la chaqueta, me detuvo haciéndome retroceder y adelantándome tomó “mi” asiento. Mi reacción fue inesperada incluso para mí: — ¿Qué haces? —pregunté en tono enfadado pero no demasiado alto por miedo a montar una escena en el metro y teniendo en cuenta que me quedaba un rato largo allí dentro… mejor así— Sentarme, ¿no lo ves? —. Era una chica más o menos de mi edad, sonreía y yo no sabía si era ironía, sarcasmo o pura ingenuidad. — ¿Eres consciente de que me has agarrado para pasar tú delante y coger el sitio, verdad? —Mmm, sí, aún no tengo una memoria tan frágil como para no recordar eso —. Perdí poco a poco las ganas de discutir y es que no me había pasado inadvertido el hecho de que la chica tenía una carrera en la media a lo largo de toda la pantorrilla izquierda. Ella se dio cuenta de que algo no iba bien y no tuvo más que seguir el rumbo que marcaba mi mirada hacia su pierna para descubrir la catástrofe. — ¡Mierda! —refunfuñó—. Dicen que cada uno tiene lo que se merece —dije. Sonreí triunfalmente como si hubiera metido el gol decisivo para ganar un partido de fútbol y me dirigí a otro vagón esperando esta vez que nadie me entorpeciera el camino.

            Cuando salí del metro quedaban escasos minutos para el comienzo de la ponencia. Si llegabas más de diez minutos tarde las puertas las encontrabas cerradas, así que, ya que había hecho el esfuerzo de madrugar aun sin ganas, decidí darme prisa.      

            Andaba por la acera soleada. Hay una determinada hora del día en el que algunas calles adquieren una condición mágica. Poseen una dualidad que te permite decidir por dónde quieres andar: sol o sombra. En mi caso, a no ser que se tratara del mes de agosto, era sol. Crucé de acera y la chica que no conocía la vergüenza estaba entrando en un bar. Tendemos a juzgar rápidamente a las personas aunque no hayamos cruzado más de dos palabras con ellas. Yo a ella no sólo la juzgué sino que me atreví a entrar en el terreno de la chulería, por llamarlo de alguna manera. Sea como fuere ella había empezado la guerra, no yo.

            Entré en la sala y estaba atestada de jóvenes deseosos de discursos sabios, comprensibles, llenos de teorías conocidas que reforzaran su ego y les permitiera presumir de sus avanzados conocimientos en una nueva y famosa teoría psicológica que sería suplantada por otra nueva al poco tiempo y así sucesivamente. Me acerqué a un grupo de chicos y pregunté si todo iba bien. Me contestaron que había habido un problema de última hora y que el Doctor Segura no llegaría a tiempo. Si mis ganas de asistir a la charla eran pocas, por momentos iban dispersándose aún más. La idea de un café me pareció la mejor de las ideas posibles vista la situación. Cuando estaba saliendo por la puerta del fondo una voz potente saludó a todos los presentes: —Buenos días, disculpad el retraso. Soy Julia Cardona y hoy sustituiré al Doctor Segura —. Mis piernas obedeciendo a mi cerebro se pararon, mi cabeza se giró y allí estaba ella: la chica roba-asientos, la de la carrera en la media, la que había comenzado la guerra.

            Esto prometía. Dicen que la venganza se sirve en frío y mi momento estaba refrigerándose poco a poco. Me senté en la primera fila del segundo tramo, ese que está un poco más elevado que el primero, para asegurarme de que, con suerte, su mirada alguna vez se dirigiría hacia a mí. Ella se subió a una pequeña plataforma y yo pude apreciar que las medias eran ya historia. Probablemente entró al bar para quitárselas y ahorrarse un bochorno innecesario. En fin, sus piernas no tenían necesidad de estar cubiertas por nada, eran muy bonitas y creo que en un principio me molesté por ello. Una chica estúpida y engreída debería ser gorda y fea; incluso podríamos añadirle un toque de estrabismo para hundirla más aún. Que lo que tuviera por dentro se reflejara por fuera… Ojalá. El caso es que la chica, que estaba explicando los motivos por los que el Dr. Segura la había mandado en su lugar era verdaderamente atractiva. Julia había dicho que se llamaba… No sólo era elegante en el vestir; todos sus gestos tenían una gracia especial, una forma de desenvolverse que podría compararse a las nubes movidas por el viento. Una sintonía, una armonía… Perdido, yo ya estaba perdido. No quería abrir una nueva batalla en la guerra que ella había empezado. No quería; no podía. Decidí irme; si seguía observándola no habría vuelta atrás, sería un sinfín de comparaciones, ilusiones vanas y quebraderos de cabeza que girarían en torno a estereotipos que no valen para nada.

            Hacía algún tiempo que pretendía a base de mucha voluntad bajar el listón que siempre había marcado quién era apta y quién no lo era. Si conocía a alguna chica que era apta y que además estaba muy por encima de las aptas del montón me entraba un malestar psíquico que penetraba por todo mi cuerpo y me hacía enfermar. Algún romántico diría que enfermaba de amor, pero siento contradecirlo, enfermaba de angustia porque sabía que siempre habría alguien mejor. Que si esa chica era un diez en mi escala de aptitud siempre podría encontrarme en un bar con un doce, en un quiosco con un quince o en un metro con un veinte. —Cerebro, mándame fuerza suficiente como para llegar a la puerta sin tropezar y salir corriendo, por favor —.
            Hablaba conmigo mismo para tranquilizarme y porque, para qué mentir, siempre me ha gustado tener una voz en off dentro de mi cabeza. Me levanté y fui tranquilamente hacia la puerta. A pocos metros de ésta escuché el silencio. Escuchar el silencio es terrorífico; cuando me contaron que hay gente que duerme con música si se encuentra en un paraje perdido en mitad del campo donde reina el silencio y donde incluso los grillos hacen huelga de cánticos lo comprendí perfectamente. Escuchar el silencio es como ver la oscuridad. Nuestros sentidos no están creados para la ausencia de percepciones y es por eso por lo que sentí miedo. Sentí que en pocos segundos el mundo me caería encima.  —He batido mi récord, señores —dijo ella— Es la primera vez en los dos años que llevo haciendo este trabajo que alguno de los presentes no logra resistir ni siquiera cinco minutos. Puede apuntárselo en su lista de logros y decir que destruyó la autoestima de una humilde psicóloga que nunca le obligó a sentarse en una silla a escuchar una charla por la que no tiene el menor interés; enhorabuena —. Se lo había tomado exageradamente a pecho. Una reacción así me parecía innecesaria y fuera de lugar. Aún así no iba a volver a mi sitio como una marioneta movida por las palabras furiosas de una chica insatisfecha y reprimida. —Disculpe, señorita, sencillamente, y no espero que lo comprenda, para mí la guerra ha terminado —. Cerré suavemente y me alejé de aquella sala llena de estudiantes atónitos y desconcertados.

8 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo III



     Estábamos en la cocina. Esa noche habíamos decidido preparar una receta casera que su padre le había enseñado hacía ya algún tiempo. De espaldas, sin moverse ni girarse me dijo: —No te vuelvas hacia mí hasta que no termine de hablar —. Mi primer impulso había sido un tímido movimiento de cuello pero corregí mi postura y continué en la posición original. Ella continuó: — ¿Sabes por qué la mayoría de las personas no miran a los ojos del otro cuando se hablan? —. No era una pregunta a la que yo quisiera contestar, no era mi opinión la que buscaba, era su explicación la que mis oídos querían, era ese nuevo momento de aproximación a su mente el que me cerraba la garganta y me aceleraba el pulso. 

         Ella, que no esperaba respuesta alguna, siguió: —Antiguamente, cuando los brujos, hechiceros y magos eran asesinados porque sabían más de la cuenta hubo un chico que quiso saber qué peligro representaban para su pueblo. Este chico pidió al gobernante una explicación: « ¿Por qué acabáis con ellos?, ¿qué os han hecho?». El gobernante acarició el cabello del chico con un gesto cariñoso y le dijo: «Estas personas son malvadas, entran en nuestra mente y son capaces de saber lo que pensamos, incluso de hacernos sentir lo que a ellos les interesa que sintamos». Esa misma tarde habían condenado a la hoguera a dos de los llamados brujos, y se les acusaba de haber incitado al adulterio a una mujer íntegra, madre de una familia respetada. El chico se coló entre el tumulto y se situó frente a aquellos hombres llamados Oras y Retos. « ¿Por qué no les decís a todos que no es verdad que tengáis algún poder sobre ellos, que no sois capaces de hacer lo que todos dicen? ¡Vais a morir y no hacéis nada por evitarlo!». Los hombres se mantenían unidos, tenían los ojos vendados. Uno de ellos dijo: «No están diciendo mentiras sobre nosotros, chico. Nos acusan de cosas de las que no nos sentimos culpables pero de las que seguramente hemos sido responsables». El niño insistía: «Pero, ¿qué poderes tenéis?, ¿No podríais dejar de usarlos y así liberaros de esta condena?». El hombre que antes había permanecido callado habló: «Pobre niño, ¿podrías tú evitar que el aire entrase en tus pulmones?». El chico, confundido, respondió que no. El hombre prosiguió: « ¿Podrías intentar frenar la circulación de la sangre que bombea tu corazón?». El chico negó de nuevo. «Entonces, de la misma manera en que la sangre circula por el cuerpo y de la misma manera en que el aire entra en nuestros pulmones, nosotros no podemos dejar de adentrarnos en el mundo de otra persona cuando la miramos directamente a los ojos».

            El silencio se apoderó de la cocina. Ella se giró hacia mí y yo como un espejo le devolví el gesto. Clavó sus ojos en los míos y dijo: —Las personas no se miran fijamente a los ojos porque no quieren ser descubiertas. No nos han enseñado a mirar de esta manera porque no le interesa a una gran mayoría. No quieren quedar al desnudo —. Hablaba lento, casi vocalizando, me miraba fijamente, yo sabía que estaría sintiendo mi angustia y mi deseo. No quería apartar los ojos para no ser uno más del grupo que vive con miedo, pero reconozco que la conseguía mantener con un gran esfuerzo. Ella se fue acercando hasta pegarse a mí. —Los ojos son el reflejo del alma, ¿recuerdas cómo te miré cuando te fuiste al poco de empezar mi charla? —. Claro que lo recordaba, cómo olvidar el día en el que la conocí… Sus frases estaban hiladas, estudiadas en función de su público.

            Ahora recuerdo cada ademán, cada sonrisa y cada silencio; todos ellos se han quedado conmigo todo este tiempo; la mejor época de mi vida estaba ligada a su recuerdo y su recuerdo dolía, unas veces con mucha intensidad, otras veces de manera soportable, pero siempre dolía.

            Sus ojos seguían posados en los míos y lo único que pude hacer para vencer, para quitarme el yugo de su mirada, fue besarla. Fue un beso áspero, brusco, de emergencia. Sin embargo fue convirtiéndose en un beso apasionado, un beso soñado, un beso enamorado. —Si usted, señorita, hubiera vivido en la época de los brujos también la hubieran colgado en la hoguera, sin duda —.

7 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo II



   Cada persona tiene diversas caras que no tienen por qué contradecirse. Pensemos que son complementos imperfectos que logran formar una masa homogénea. En ella destacaban tres cualidades por encima del resto. ¿Cómo definir a una persona sólo basándonos en tres aspectos que la caracterizan? De la misma manera en la que definimos un atardecer: no por su color, extensión o velocidad, sino por la sensación que deja impresa en nosotros. Hablaré de ella teniendo en cuenta lo que significó para mí, aceptando una vez más que la pude haber tenido.


            Una polilla encerrada en la cabina de un conductor de tren revolotea y choca contra el cristal. Retoma su vuelo y choca de nuevo contra otro cristal. Párate, polilla, para ya. Ella no sabía que estaba encerrada y que seguiría chocando contra algo más grande y pesado que ella. Por eso intentaba con todas sus fuerzas revolotear, continuar su vida después de las caídas, de los errores cometidos, de las experiencias que hendían su piel dificultando la cicatrización de sus heridas. Un día me contó que había caído en picado. Se trataba de una crisis existencial momentánea de la que no sabía cómo salir. También me contó que un buen día un desconocido le dijo una frase que le cortó el aliento y ella se la guardó como un tesoro que debe ser protegido para que no vaya a manos inapropiadas. Con esa frase se abrió el cristal contra el que, como buena polilla, chocaba sin remedio alguno. Tomó vuelo hacia el vagón central del tren donde todos la miraban desde sus asientos incómodos, y sonrió porque se dio cuenta de que aunque alguien nos ayudara a continuar nuestro camino siempre permaneceríamos encerrados en sitios más y más grandes.

            La segunda de sus cualidades era el modo en el que contaba las cosas. —Siempre tienes historias nuevas —le dije un día. Ella se apartó el pelo de la cara y sonriéndome me dijo: —Ignacio, no es tan importante lo que te cuento como la forma en la que te lo cuento. La vida es cuestión de percepción. Frente a una situación cada persona percibe algo distinto. Nos vemos influidos por el conjunto de herramientas que hemos ido recopilando y que cargamos en la espalda. Lo que a uno le parece bello, a otro le da pavor. Lo que a uno reconforta a otro lo llena de hastío —. 

            Ella contaba porque sabía contar. Historias banales, anécdotas opacas, momentos insignificantes... nada le pasaba desapercibido. — ¿Sabes? Hay frases que se quedan en la memoria más allá del tiempo y del espacio. Nadie sabe el poder que tienen sus palabras hasta que alguien te confiesa que el día tal a la hora cuál le dijiste algo que le cambió el ánimo, que le supuso una ayuda; en definitiva, que tú  fuiste el responsable de que a otra persona le afectaran de tal manera tus palabras que las llevó a la espalda, fueran buenas o malas, durante el resto de su vida —.

            Quise saber qué se había quedado en su memoria grabado como un archivo con copia de seguridad. Ella no solía responder a preguntas directas. Su mundo de pensamiento era mucho más casual y metafórico. Ese era el nudo más potente que te mantenía atado a ella: el saber que cada día habría algo nuevo, que con cada historia averiguaría cosas de su pasado, detalles de su vida, y que lo descubriría en un modo natural, calmado, bello, quedando casi obnubilado.

          Después de saber que era consciente de revolotear entre muros y después de apreciar su modo de contar las cosas, no podía obviar su última cualidad, aquella que pude sentir desde el lugar que me dejó tener en su vida.

5 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo I



          Era curioso cómo después de un tiempo volvían recuerdos y viejas historias a su cabeza. A veces, todo se concentraba en un momento, en una palabra, en una sensación que le recorría el cuerpo y la dejaba sin fuerzas. Opciones que parecían posibles, incluso correctas, caminos estrechos que le permitían salir de la vía principal por la que andaba, callejuelas, recovecos que la dirigían hacia otro mundo, otros pasos, otra vida.

            

         Ella llevaba esperando su tren más de lo que podía recordar. El problema era que quizás debería haber cogido un avión y llegar antes a su destino. La elección siempre es responsabilidad nuestra. Elegir es una palabra que ella odiaba. Si la hubieran obligado a hacer esto o aquello, a estudiar eso y no lo otro, a salir con éste y no con aquél... ella habría sido más feliz. Siempre podría culpar de su infelicidad a otro y refugiarse en el manto grueso que las obligaciones le habían echado encima. Pero era inútil, ella había ido decidiendo; con un gran mazo de cartas repartía a izquierda y derecha según creía, volteaba algunas cartas, barajaba de nuevo, incluso se escondía algún as en la manga.
            Por eso, cuando pasó un tiempo y un calambre inquietante recorrió su cuerpo, pensó que la vida no sigue el recorrido de una flecha lanzada con un arco, más bien es un cohete que sale disparado sin previo aviso y comienza a hacer dibujos en el aire sin seguir una ruta fija. No intentes detenerlo porque lo único que conseguirás será marearte, caer al suelo mientras todo a tu alrededor gira incesantemente y te recuerda siempre lo mismo: la casa gana. Sabía que la vida no era como una máquina tragaperras, pero su ansia era irrefrenable y cada moneda que servía de alimento a la máquina de la vida y descendía lentamente por sus intestinos, a ella le provocaba una curiosidad y una excitación que necesitaba en su día a día.

            Cuando tuvo que leer su discurso frente a todas esas personas, no tuvo el menor reparo en dar lo mejor de sí misma. Impúdicamente fue revelando detalles de su vida que le permitían llegar a las conclusiones y posteriores recomendaciones que se quedarían impresas en las mentes de todos los jóvenes que la escuchaban. Tenía el don de la atracción. Palabra tras palabra ahondaba en el alma y en el cerebro de cada persona presente en la sala y ella lo sabía. Yo estaba en esa sala.

            Cinco años más tarde se repetía la historia: yo sentado como oyente en un salón de actos y ella como ponente encadenando palabras, solo que esta vez las circunstancias eran completamente distintas: yo sabía de antemano que ella sería una de las profesoras participantes en el simposio y ella sabía que yo no me levantaría hasta que finalizara su intervención.

            Su discurso empezaba diciendo: "A veces pienso que somos personas valientes que tenemos que vivir con un corazón cobarde, y no al revés". Esta creencia la había desarrollado a fuerza de apretar el gatillo de una pistola siempre cargada. ¿Cuál es el sentido de jugar a la ruleta rusa si sabemos que el disparo siempre - siempre - nos atravesará los sesos?

21 de octubre de 2012

La Suerte del Principiante

Después de unas cuantas propuestas decentes había optado por el . No sabía exactamente por qué pero allí estaba esperando y es que el sonaba bien.

Un principiante tiene ese rasgo de ingenuidad que lo hace especial. No tiene miedo al fracaso porque no ha probado su sabor; Él acaba de empezar. Puede salirle bien la jugada o, por el contrario, acabar derrotado y sin fuerzas -ni ganas- de seguir jugando. La suerte del principiante radica en su condición de inexperto, de ignorante, de confiado.

¿Habría tomado una decisión acertada? Poco importaba una vez dentro de la boca del lobo, aunque como principiante ejemplar aquella boca le parecía más bien una inofensiva cueva inexplorada.

Su memoria se remontaba a una conversación de esas que se escuchan sin querer. Sin querer, quizás, no es el término más adecuado... Nadie le aplicó la misma terapia que a Alex en La Naranja Mecánica. Siempre me dio pena que lo único aceptable de su conducta (su amor por la música de Beethoven) se viera truncado también por la terapia a la que fue sometido. En fin... digamos que fue una escucha no premeditada.

Era una tarde otoñal, de ésas en las que hay que abrigarse pero en las que todavía se puede disfrutar de un café en la terraza de un bar. Miraba el pasar de la gente, no hacía nada en especial. Sentada disfrutaba del café con leche que el camarero le había tenido que cambiar a una taza (porque no le entraba en la cabeza eso de tomar el café en vaso). Es comprensible. Volvamos a la charla que sus vecinas de mesa se traían entre manos. La chica del carraspeo era la emisora. La chica que asentía era inevitablemente la receptora. Se veía que la conversación -el monólogo- iba para largo.

- Ya sabes que yo soy bastante insegura, no pude tomar ninguna decisión. De verdad que me gustaría haberlo hecho pero no pude. Es que no me veo. No tengo capacidad para tomar la iniciativa, me falta el valor. Soy así, qué le voy a hacer...

Mis sentidos captaban la voz de la chica que se definía como "insegura" pero no su cara ya que se encontraba de espaldas a mí. La otra chica -que he de decir tenía un perfil un tanto grotesco- la miraba compasivamente. Si yo fuera considerada modelo de comportamiento reconocido internacionalmente por alguna universidad prestigiosa del mundo en el que vivimos, impondría el "meterse donde no te llaman" como conducta aceptada, aprobada e incluso obligatoria por cuestiones de salud mental (porque no sabéis lo malo que es tener que acarrear con las conversaciones, dilemas e interrogaciones ajenas que la gente va soltando impúdicamente a nuestro alrededor sin percatarse de que nos están poniendo en bandeja el meter las narices en sus cosas con una facilidad pasmosa). A mí me cuesta quedarme al margen de las cosas que me rodean. No sé por qué, pero me siento casi siempre parte integrante de todo lo que percibo a través de mis sentidos y no me ha ido tan mal. Al menos no por ahora.

Yo quería levantarme con mi tacita de café entre las manos y sentarme con mis dos posibles futuras amigas para poder ser la tercera en discordia. Como en los bares de intercambio de parejas donde cada cierto tiempo tienes que cambiar de mesa e interactuar con una persona nueva. Fascinante.

Sin embargo, entrecerré los ojos como hacen los que quieren parecer interesantes (dejemos a un lado a los miopes porque en ellos es gesto innato) y pensé en la cantidad de posibilidades que se nos brindan y que no tenemos ni siquiera en cuenta. ¿Me levanto y le digo a la chica que está perdiendo su tiempo autocompadeciéndose de su falta de valor y que me da rabia que no tenga un ápice de amor por la vida? Sería algo así como un gran sermón en modo cinematográfico. Como el que le suelta Robin Williams a Matt Damon en "El indomable Will Hunting" cuando están sentados en el parque en mitad de una de las sesiones terapéuticas. Es magnífico cómo una persona con más experiencia vital que tú puede demolerte en cuestión de minutos tan solo con palabras, y cómo esa misma persona te hace dar los pasos que te faltaban para llegar a ese punto que veías tan lejano.

Cuando aceptamos nuestras debilidades es cuando empezamos a adquirir la fortaleza necesaria para poder transformarlas en algo. Algo bueno. Algo grande. Algo que nos hará mirar atrás algún día diciendo: "Yo hice eso". Y acompañarlo de una sonrisa llena de orgullo y paz. Porque cuando se asumen riesgos y se pega el gran -o el pequeño- salto es cuando estamos poniendo las notas en el pentagrama de nuestra vida. La melodía podrá ser más o menos bonita pero es la tuya. Son tus figuras musicales, tus notas, tus silencios, tus claves... Y por eso te definen; porque han sido creadas por ti.

La chica del carraspeo hablaba de declarar sus sentimientos, básicamente. Contaba no sé qué de su historia con no sé cúal. Lo difícil que era todo porque no sabía cómo actuar, qué decir. qué pensar. cómo tratarlo... Yo creo que el amor tiene mucho de instinto y muy poco de lógica. Es aquel lema de "hacer lo que te dicta el corazón" (¡ja!). La cruda realidad es que la gente tiene miedo de seguir sus instintos; ya sea por tradiciones, miedos, pautas sociales... Sea por lo que sea cuando algo implica riesgo la excusa está servida: - Yo soy así, qué le voy a hacer- decía ella.Y claro, cuando no se sabe lo que es mirar a otro directo a los ojos, sentir cómo se te cierra la garganta, notarte las palmas de las manos frías y sudadas... Cuando no se sabe el efecto que provoca en nuestro cuerpo ese momento en el que parece que todo va a estallar y sientes que eres tan insignificante y diminuto... está claro, ¿no?

Por el contrario, cuando no somos ingenuos, cuando nos sabemos dentro de la boca del lobo, cuando no hacemos nada "sin querer", cuando conocemos la diferencia entre una blanca y una corchea... en ese momento, en ese cuando hemos dejado de ser principiantes para siempre.

Me levanté y al pasar por la mesa donde las dos chicas seguían mareando palabras susurré: -Suerte. Y me alejé pensando que ya no era ésa la cuestión. Ahora la suerte se la tendría que colar ella sola en su pentagrama. Sólo era cuestión de tiempo.





22 de mayo de 2012

El sabor del agua que no queremos beber

  Habían pasado más de 5 años desde entonces y ella nunca había tenido ni una sola recaída, hasta ese día.

  Se llamará Manuel, como mi padre. Acarició su vientre y continuó andando. Hacía dos meses que él la había dejado y solamente uno desde que había conocido la buena nueva. Nunca se había planteado qué haría en el caso de quedarse embarazada. Nunca se había planteado tantas cosas...

  La decisión de seguir adelante con el embarazo, de dejar que un ser tomara vida propia dentro de su cuerpo, la tomó espontáneamente. No lo habló con nadie. No pensó ni siquiera en contárselo al hombre responsable de esa nueva vida. Todos los planteamientos y quebraderos de cabeza se veían aliviados con la presión que sentía en el pecho. 

  Con el paso de los días su ilusión iba creciendo, sus ideas tomaban forma y su impaciencia crecía. No contó nada a nadie. Una vez fuera evidente no habría nada más que añadir. Por ahora tenía las riendas de su vida y así estaba bien. 

  El miedo que podía experimentar por el hecho de ser madre soltera no la frenaba. Sus ganas y su fuerza galopaban a una intensidad muy alta. Era su hijo y lo cuidaría como lo habían  hecho con ella. Las drogas habían marcado su juventud hasta el punto de dejarla consumida en huesos y algo de piel. Él -el que ya no estaba- la sacó de ese mundo de carencias y respiraciones entrecortadas. Sólo la tomó de la mano y se la llevó, lejos.

  Por eso no entendía bien por qué había hecho esa llamada. Por qué el corazón le daba brincos al pensar en lo que estaba a punto de pasar. Por qué estaba haciendo algo que lo único que comportaría sería un gran daño.

  Abrió la bolsa y la blancura se le reflejó en los ojos. No dejó rastro. Cayó al suelo. Sólo pensaba en Manuel. Sólo pensaba en lo cruel que es el mundo, en lo envidiosas que son las personas, en lo mal que sabe el agua que no queremos beber. 

  Su adiós fue más limpio que cualquier adiós premeditado. Se fue pensando en la vida, pensando en lo feliz que sería cuando pasaran unos pocos meses, cuando tuviera a su hijo entre los brazos. Eso fue lo más hermoso de su vida, y es que se fue sin saber que se estaba yendo.

13 de abril de 2012

Por la calle más larga del mundo


La calle era un pasillo infinito. No terminaba nunca. En cambio, como la mayoría de las veces, era una percepción de ella. Cuando el ánimo nos acompaña cualquier sitio nos parece bueno. Si se alarga el camino un poco más no nos preocupa, no es una molestia. Nos paramos en los escaparates inalcanzables, apreciamos pequeños detalles sin importancia, miramos al cielo como si buscáramos mensajes en las nubes. No hay prisa, estamos en el punto perfecto y con eso basta.


El momento que estaba viviendo estaba lejos del punto perfecto. El ánimo no acompañaba a la bonita chica del abrigo añil: esa era ella. Paso apresurado, mirada baja, manos que intentaban tranquilizarse dentro de los bolsillos del abrigo. Los pies que hacía una hora le hervían del dolor ahora ni siquiera se quejaban de la altura de los tacones nuevos.

Cuando se bebe un poco más de la cuenta el dolor pasa a ser de otra dimensión. Ganamos algún tipo de poder que tira por tierra nuestra percepción del dolor. El umbral se vuelve flexible y lo que antes nos hubiera hecho sentir incómodas y doloridas, con esta pócima corriendo por nuestras venas y anegando nuestras neuronas, se torna ahora soportable e incluso nos pasa inadvertido.

Carla pensaba que la rabia era el sentimiento más poderoso. Más que el odio, más que el amor, más que la tristeza. La rabia se encontraba más allá de todo límite: la cegaba, le hacía no sentir los golpes, le daba fuerzas que al mismo tiempo la consumían. Así, mientras recorría la calle más larga del mundo, la rabia henchía todo su ser.

Confiaba mucho en los malos momentos. Confiaba en ellos como guía e imán potente de gente que la quería de verdad - porque hay gente que quiere de mentira. De la noche a la mañana tenías frente a ti dos portones. A tus espaldas todas las personas que te rodean día a día. Por la megafonía retumbaban los nombres. Ella los escuchaba y decidía. La habitación izquierda estaría ocupada por la gente SÍ, mientras que la derecha estaba reservada para la gente NO. SÍ te quiero en mi vida. NO te quiero en ninguna de mis vidas.

Los malos momentos no son más que regalos que nos hace la vida. Cuando pensaba en las cosas verdaderamente importantes, en lo que había aprendido, en lo que le había dado alas más y más plumadas... podía ver una mancha detrás de todo: un tropiezo, una traición, un error... "No hay mal que por bien no venga", éste era el refrán de la vida. La vida que nos ofrece con sabiduría los peores momentos para que disfrutemos librándonos de cargas: personas, objetos, sentimientos, miedos, posesiones, manías... La mancha detrás de lo verdaderamente importante era el regalo de la vida que nos salvaba de la pérdida de tiempo, de las personas inútiles, de los miedos paralizadores.

Había recitado sus palabras como si se tratara de un poema mil veces repetido. Un poema bello, pausado, embriagador. Le temblaban un poco las manos y por eso había cogido la copa con el fin de brindar con todas aquellas personas que del día a la noche terminarían estampadas contra el portón derecho.

Cuando sintió la punzada en la parte del cerebro que decidía por nosotros cuándo sentirnos felices, alzó el brazo en señal de brindis, sonrió y, ante la mirada de todo el corrillo de "ensayos de amigos", se bebió la copa de un trago.

Caminaba por la calle más larga del mundo y pensaba: - "Si pudiese haber dicho lo que de verdad quería decir..."-; bueno... podía pero no lo logró. A veces es mejor no decir nada, quedarse bien callado, tragarse las palabras para que vivan en nuestra mente, y ordenarlas después para diseñar la escena perfecta.

En el caso de haber tomado la decisión de traducir el pensamiento en verbo, y para hacer de la inmensa calle un pequeño callejón, comenzó a tejer el discurso que podría haber sido:

 "¿Sabéis? Solemos brindar a la salud de los demás, en los momentos buenos como símbolo de festejo y deseo de progreso. Cuando brindamos y decimos frases tipo 'por vosotros', 'por nosotros', 'por ti'... cada uno de nosotros, en su interior, está deseando sólamente su propio bien. Brindamos como quien sopla las velas en su cumpleaños. Pero soplamos las velas después de pedir el deseo: lo apagamos." - Probablemente su colega de oficina habría hecho alguna mueca rara en señal de saber por dónde iban los tiros. Mueca que sin embargo sólo revelaba su nula capacidad de ir más allá de sus propios chismes sin haches intercaladas. - Carla, de todas formas, seguiría: - "Yo pienso el deseo y enciendo las velas". 

Confiaba en la bondad tanto como lo hacía en la maldad. El ser humano, si se encuentra en una situación en la que puede verse perjudicado, exagera al inspirar, robando oxígeno, confiando en que sus pulmones puedan ver como los del resto se inmovilizan antes que los suyos. Protegemos lo nuestro porque es lo que tenemos. La maldad del ser humano no es más que bondad con uno mismo.

Ella pensaba y dibujaba pentagramas en su mente; palabras potentes, frases arrasadoras, ideas precisas. Era una creadora de realidades imaginarias, era simplemente ella: una mujer a las doce de la noche, con un precioso abrigo añil y unos tacones de vertiginosa altura. Era simplemente ella caminando por la calle más larga del mundo.

1 de abril de 2012

Condicionales Imposibles

 Pongamos que ocurrió ayer. Nadie se dio cuenta de la magnitud de los hechos mientras se celebraba la boda. Pongamos que se fue sin que nadie lo notara. Se fue para no volver. Pongamos que sabía que hacía algo prohibido. Lo prohibido tiene a veces una connotación positiva que nos encamina precisamente a caer en sus garras. Pongamos que no sabía a qué persona recurrir. Las personas, leyendo un guión frío y hermético que no daba cabida a la improvisación. Y pongamos que, a pesar de todo, fue feliz.

  La decisión estaba tomada. El tener que vivir una vida que, aun habiéndola elegido él mismo, ya no le llenaba, no estaba en sus planes. Todo tenía que prepararlo minuciosamente. Si algo escapaba a su control o llegaba a oídos de sus superiores podía acabar peor que antes. Pensó a cámara lenta, por planos, fotograma a fotograma. Tendría que irse por la noche, él sabía que nadie notaría su ausencia; al fin y al cabo pasaba muchas noches vagando por las calles, meditando. 

  Conocía a su amigo desde hacía una vida, escuchaba sus problemas, sabía de sus inseguridades, de sus miedos e incluso de sus pecados. Todo estaba claro, sólo tenía que seguir al pie de la letra su plan y, como muy tarde, esa misma noche estaría cogiendo un avión a cualquier paraíso recóndito y apacible donde disfrutar de una vez por todas de su condición de hombre. 

  Los primeros signos de la atracción que sentía por la mujer de su amigo se hicieron patentes una tarde en la que ella estaba sentada en un banco del Parque Alto leyendo una novela que él mismo le había recomendado a la pareja cuando le habían comentado que estaban pensando en casarse. Se sentó con ella y comenzaron a hablar. Ella siempre había sentido algo por él pero era un sentimiento tan sumamente escondido como lo estaba el cuerpo de él bajo la sotana. Sentimientos que no enraizaban porque no se preocupaba de abonarlos. Hubiera sido un sin sentido. 

  Todo cambió para ella cuando notó la predisposición que tenía él a verla en cualquier momento, a estar con ella hablando de las cosas más banales, de compartir opiniones sobre esto y aquello... Pero por encima de todo, lo que de verdad daba razón de ser a sus sospechas era el modo en el que él la miraba. Un hombre, de la condición que sea, es traicionado por sus ojos cuando tiene frente a él a una buena lectora de miradas. Ella interpretaba cada gesto, cada mirada que se prolongaba más de la cuenta, la distancia entre sus cuerpos que algunos días carecía de importancia y otros la hacía sentir incómodamente bien. 

  Ella nunca le dijo nada. No podía detonar esa bomba que guardaba y llevaba siempre encima. Quién sabe si lo único que hubiera ocasionado sería el derrumbe de su dignidad y sentimientos no correspondidos. Él nunca le dijo nada. Estaba atrapado por preceptos y juramentos que él mismo había construído a su alrededor. ¿Por qué ir en contra de nuestra naturaleza cuando nadie puede impedirnos ser lo que realmente somos? Sabía que se autocensuraba pero algo dentro le inmovilizaba: como siempre, el miedo.

  Miedo a no ser entendido, miedo a ser tachado de pecador, miedo a perder la confianza de cuantos estaban en su vida, miedo a no saber vivir fuera de sus propios muros, a querer encerrarse de nuevo y que las puertas tuvieran el cerrojo ya oxidado.

  Llegó el día de la boda y, aunque él había intentado que lo sustituyese otro sacerdote, no podía hacer oídos sordos a las súplicas de su amigo: - Tienes que ser tú. Es un paso muy importante para mí. Te necesito. Te necesitamos - le había dicho. 

  Cuando ella comenzó a adentrarse en el largo pasillo que conducía al altar, él no quería ni mirarla. Sonreía con la falsedad con la que sonreímos en las miles de poses ya aprendidas. Las manos le sudaban. Brillaba, pero su mirada estaba apagada. Quería al que iba a convertise en su futuro marido, pero sentía que había sido la opción obligada. De haber dado rienda suelta a sus deseos, el hombre que ahora mismo se encontraba entra ella y él hubiera tenido un papel protagonista en su vida; no como amigo y consejero, sino como amigo y amante. 

  Ella lo miró a los ojos. Se miraron durante unos segundos que les parecieron infinitos. Ella retiró la mirada y la dirigió hacia su prometido. Siempre hay uno que ignora más que el otro, que no atisba ni la más mínima señal. Siempre hay uno que no es buen lector de miradas, digámoslo así.

  Todo pasó. Se casaron y la fiesta terminó. 

  El vuelo salía a las 22h. El destino lo desconozco. Pasaron unos días. Ella sentía un peso que le impedía seguir con la vida que había elegido. El miedo, siempre el miedo. Pensó que ya no podía perder nada. Ya estaba todo hecho, sería una confesión de sentimientos balbucientes y a deshora, pero le serviría para pasar página. Llegó con paso sereno y el corazón acelerado. Preguntó por él pero nadie supo decirle nada. Le hablaron de unas misiones, otros dijeron algo de un retiro espiritual, incluso hipotetizaron sobre un cambio de destino. 

  Se había ido sin despedirse. El final de su historia había sido una omisión de palabras, miradas y confesiones. "Ya no tenía nada que perder", había pensado cuando tomó la decisión de sacar a la luz toda su verdad. Sin embargo, acababa de perder algo más: la posibilidad de expresar eso que no había tenido valor de decir en tanto tiempo. El peso no sólo seguiría presionándola, sino que la asfixiaría por completo. Había esperado a no tener nada que perder para dar el paso y, ahora que lo había dado, cayó en la cuenta de que siempre hay algo que perder, que daba igual el momento en el que quisieras poner los puntos sobre las íes porque siempre había daños colaterales, esperar el momento adecuado (o que nosotros creemos adecuado) es como esperar que la marea no regale sus olas a la orilla. 

  Y así, la marea siguió golpeando con fuerza la playa de sus condicionales imposibles.

29 de marzo de 2012

Aprendiz de corazón

  Abrió los ojos y recordó su muerte. Todo había ocurrido dos meses atrás. A pesar de su juventud nada había podido evitar que su corazón sufriera una grave enfermedad. Así, con tan solo 32 años, le llegó la hora del adiós. Un adiós momentáneo, sin embargo.

  Todo parecía haber estado tejido para que las cosas se sucedieran con facilidad y casi de manera planificada. El post-operatorio no estaba siendo fácil. No quería hablar con nadie porque ya no vivía su vida.

  Vaciando poco a poco su mente de recuerdos no lograría resetear y empezar de cero: lo sabía. Pero no era justo. Ahora su cuerpo tenía vida gracias a la sangre que bombeaba un corazón que no era el suyo. No quería saber de quién era. Sólo quería morir; esta vez sin el As en la manga que le tenían preparado.

  No pensaba en el suicidio, eso no. El médico le había dicho que era normal, que ir a un "especialista" le ayudaría a superar lo que se conoce como "la depresión de transplante de corazón". Él no quería revelar a nadie lo que sentía, porque no sentía nada. Estaba vacío y no veía con claridad. Las cosas pasaban fugaces, y los sentimientos resbalaban por su nuevo compañero con desinterés.

  Se sentía más vivo pero con menos vida, y esta paradoja no le dejaba dormir por las noches. Era consciente de todo lo que podía pasarle a nivel psicológico pero estaba asustado. No tenía control. La experiencia de un corazón nuevo le hacía sentirse como un actor secundario que sólo deja caer un par de frases a lo largo de una obra de teatro. Llegó al punto de ducharse tres y cuatro veces al día. La sensación de suciedad no se le quitaba. "Alégrate de estar vivo" - le había dicho su mujer. Él no estaba alegre; y es que él no era él.

  Con el paso del tiempo, poco a poco, y a base de razonar con sus sensaciones, que es como explicar a un niño de dos años que aporrear el cristal de la mesa con una cuchara no está bien, avanzó un poco más de lo que él esperaba y un poco menos de lo que todos esperaban de él.

  Por eso, cuando desapareció, nadie se mostró muy sorprendido. Sólo necesitaba tiempo: tiempo para estar consigo mismo. Tiempo para que ese corazón formara parte del grupo, tuviese personalidad propia y pudiera brindarle muchos más años de felicidad. Se dio cuenta de que no sentía rechazo por él. Su cuerpo lo había aceptado rápidamente, ¿por qué su mente no quería? No era rechazo, era nostalgia de su corazón de siempre. Porque lo que está con nosotros desde hace mucho tiempo nos deja una marca imborrable. Echaba de menos su corazón, el que había aprendido con él todo lo que hasta entonces sabía, deseaba, buscaba...

  Los latidos los sentía en el estómago, no comía desde hacía muchas horas y se daba cuenta de que debía regresar. Decidió entonces dos cosas: la primera y más importante era hacer las paces con este nuevo órgano que le había hecho renacer; la segunda era afianzar la relación con él. Tenía que explicarle todo de él, darse a conocer, hablarle. No tenía mucho tiempo; se hacía de noche y ella estaría preocupada.

  Le contó que su madre había muerto unos años atrás y la tristeza que experimentaba cada vez que pensaba en ella en días bajos, le habló de su pasión por la lectura y el cine, de cómo podía inspirarle una frase, un gesto, una mirada; Compartió varias anécdotas que habían supuesto un cambio en su vida y por supuesto le puso al corriente de los errores que había cometido: esos que recuerdas y te odias un poco, que te dejan un sabor amargo, pero que luego pasa. Al final, mientras conducía de vuelta a casa, le habló de ella, de cómo la conoció, de los días de playa, de los madrugones, del olor a café, de su accidente en bicicleta, de sus ciudades favoritas, de su familia, de lo fácil que sería todo si el ser humano no estuviera agazapado, si fuera valiente. Le regaló todas estas cosas que su corazón de siempre sabía porque había vivido en sintonía con todas ellas, cosas que no quería pasar por alto porque se debe asumir todo: lo bueno y lo malo. Este principiante de corazón tenía derecho a estar al tanto y poco a poco lo iría estando.

  Aparcó y se sintió insatisfecho. - Nos queda mucho que compartir, esto sólo ha sido una puesta al día - se dijo. Bajó del coche. Ella salió corriendo a su encuentro: - No vuelvas a hacer algo así sin avisar... ¿Estás bien? -  preguntó ella. - Poco a poco - dijo él.