14 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Último capítulo



     Supongo que esperáis un final. Al menos un "a continuación"... pero lo siento, no puedo daros algo que no está en mi mano; quiero decir que prácticamente desde el comienzo de mi historia habéis sabido que finalmente ella y yo tomábamos rumbos diversos. Me gustaría, de verdad, deciros que ella me vio en aquella sala y vino corriendo hacia mí como si de una película de Anne Hathaway se tratase, pero la realidad no siempre supera a la ficción,  y después de todo no me quejo de los finales que se alejan del "Happy Ending" que siempre esperamos en lo mas profundo de nuestro ser.

            Deseamos un final feliz para todas las historias porque si las cosas terminan bien en la vida de otro, ¿por qué no lo harán en la nuestra? Necesitamos creer que existen estos finales para no perder la fe en nuestro posible final feliz, el que esperamos a cada paso que damos en nuestro camino.

            Os ofrezco una alternativa: imaginad vuestro final, aunque sea un final digamos a corto plazo o provisional. Ese final, vuestro final, no solo os dará libertad, sino que nos estaréis liberando también a nosotros de sufrir un "a continuación..." que se queda cerrado, un "a continuación" que no deja puertas abiertas, que nos encierra inevitablemente en uno de esos vagones de tren de los que no podemos escapar.  Siempre me ha gustado más el desarrollo - con sus comas y sus puntos y aparte- que el maldito fin con su obligado punto final. Hay que disfrutar del durante porque es donde todo tiene sentido, el durante es cambiante y nos hace sentirnos vivos, el durante es el único tiempo que existe aquí y ahora.

            Ella me hizo sentirme plenamente vivo, y por eso no quiero castigar nuestra historia con un final; porque los sentimientos no tienen fin. ¿Cómo van a tenerlo si son un continuo nudo incapaz de llegar a un desenlace? 

            Después de todo, el motor que ha hecho posible esta historia fue desde el principio la melancolía. “La melancolía es la felicidad de estar triste”… Esta tristeza feliz me hace, de cuando en cuando, perder la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto.   

            Cuando pierdo mis sentidos es cuando puedo apreciar a un nivel máximo esta profunda tristeza; allí, en ese estado soy indestructible. Me siento como esos brujos que están destinados a morir en la hoguera pero no tienen miedo, no tienen deudas que pagar ni tampoco ganas de luchar contra lo que les espera. No me importa ganar o perder, no me importa porque tanto la victoria como la derrota me hablan de vida. Se gana o se pierde cuando te juegas algo. Hay que jugársela, sin miedo; porque de todas formas, en las historias de amor no hay ganadores o perdedores, normalmente se llega a una derrota compartida, una mitad la carga uno y la otra mitad se la queda el otro.

            Absorto, lejos de mis sentidos, estoy con ella, estoy en nuestra historia, estoy sin estar, y en esta dualidad soy yo mismo, yo mismo viviendo con un corazón, que valiente o cobarde, no ha aprendido a olvidarla, no porque no pueda, sino porque nunca ha querido.

13 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VIII



      Al igual que las indicaciones en las autovías nos van facilitando el viaje, yo llevaba un tiempo sabiendo que el viaje, el nuestro, estaba llegando a su fin. Veríamos un cartel que nos avisaría: “Fin a 15 km”. Y así, intentando no darnos cuenta, acabaríamos aplastados por el pisar del freno, consumidos con la reducción de marchas, rematados al echar el freno de mano y completamente exhaustos con el apagón del motor.


            Julia tomaba el café con unas gotas de leche y sin azúcar. Cuando el café está demasiado caliente podemos añadirle leche fría. Aunque la cantidad de leche sea prácticamente insignificante el café perderá el calor de inmediato. Sin embargo, un café frío no se calentará con un poco de leche caliente. Ella fue abandonándome sin pretenderlo. Yo lo aceptaba al igual que había aceptado su atención cuando nos habíamos conocido. Siempre he estado preparado para recibir lo bueno y, por ende, lo malo. No creo ser merecedor únicamente de cosas buenas y al igual que llegan los momentos de diversión, goce, pasión y felicidad, contamos con la presencia de los momentos de tristeza, impotencia, injusticia y ausencia.

            El final era andar a pasitos cortos, inseguros, desconfiados y aburridos. No la había dejado de querer ni un solo momento desde el día en el que la encontré necesitada de mi mundo. Un amor necesitado es siempre un error. El “yo te necesito” implica siempre un “algún día necesitaré otra cosa”. Se puede aplicar a casi todo. La sociedad va creando en nosotros más y más necesidades, falsas necesidades. Yo la necesitaba pero no puntualmente, como podía necesitar desconectar o viajar durante algún tiempo. Yo la necesitaba como necesitaba respirar, como necesitaba beber… la necesitaba como condición para no ir muriendo poco a poco. Claro que, si después de cinco años sin ella seguía vivo, mi teoría de la necesidad perdía todo su sentido.

            Quedaron pocas llamadas, pocas fotografías, pocos regalos, y demasiado vacío. Un vacío lleno de soledad mal soportada, de días desperdiciados, de dudas no resueltas. El tiempo, el tópico menos tópico que existe, fue alejando todo, reduciéndolo a un cajón desastre guardado en algún altillo de nuestra memoria.

            Entré en la sala nervioso. Sin saber el motivo real que me había movido a asistir. Quería verla, por supuesto, pero el porqué se me escapaba. Retroceder, recordar, recaer son algunos lastres innatos en el hombre. Tropezamos y volvemos a tropezar incluso sin piedras de por medio.

            Ella estaba sentada en la mesa principal con sus compañeros, estaba distraída y esta vez no elegí un sitio cercano a ella. Busqué el punto opuesto, ese que pasa desapercibido, y me senté. Yo no podía desdibujar la sonrisa que tenía pintada en la cara mientras la observaba moverse, gesticular, bromear con los demás. La intensidad de la luz se atenuó un poco, como cuando comienza una película en el cine. Agradecí el gesto y me dispuse a disfrutar del espectáculo.
           
            —A veces pienso que somos personas valientes que tenemos que vivir con un corazón cobarde, y no al revés —comenzó su discurso. Venían a mi mente tantos momentos, tantas conversaciones desmigando conceptos con ella, tanta vida pasada que ahora se actualizaba a pasos agigantados.

            La miraba a los ojos aun estando lejos de ella. La miraba fijamente sin dejar que se me escapara ninguna de sus palabras. ¿Por qué las cosas son tan complicadas? O  mejor dicho: ¿por qué las hacemos nosotros tan complicadas? Lo que funciona no necesita ser arreglado pero sí necesita un control de vez en cuando para prevenir posibles desgastes o  piezas en mal estado. Pero nuestro concepto de la vida, el de ella y el mío, defendía la idea de que “lo que se usa se acaba desgastando”.

            El desgaste no es negativo, deja ver que se ha disfrutado de algo, que se le ha sacado partido, que ha formado parte de nosotros, que nos ha acompañado en una etapa de nuestro camino errante por esta vida que inevitablemente termina algún día. ¿Cómo no van a terminar cosas tan pequeñas como una relación si lo más grande y aquello que envuelve todo- que es la vida- termina sin posibilidad de un plan b?

            Las luces tomaron la intensidad inicial y los asistentes comenzaron a levantarse. Yo decidí hacer lo contrario de la primera vez que nos encontramos en una situación similar y me quedé sentado. Ella y el resto de ponentes recogían sus cosas y se felicitaban unos a otros: prácticas educadas que se realizan la mayoría de las veces casi por inercia.

12 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VII



        El clima y el ánimo están estrechamente unidos. Si me levanto y veo que en la calle brilla el sol se me pega un poco de ese brillo y me siento más fuerte. En cambio, si el día amanece nublado o lluvioso me vuelvo inapetente. Para mí, el final de nuestra historia fue un fuerte vendaval que golpeaba la lluvia que caía torrencialmente tornando imposible el hecho de no mojarse aun estando bajo el paraguas.

            Recuerdo una vez, al principio del verano, que Julia se enfadó conmigo porque a la hora de elegir el vino para la cena escogí un vino tinto y no uno blanco. —Pero el tinto también te gusta, ¿no? —me defendí. —Pero me gusta más el blanco y lo sabes. Actuaba como quien busca desesperadamente un motivo por el que enfadarse, una excusa para añadir un poco de frustración a su vida. —No creo que sea para tanto, Julia… —. Ella me miró intensamente pero no fue una mirada prolongada. Se secó las manos en el trapo de la cocina, cogió su bolso y se fue. Estamos hartos de oír hablar de lo difíciles que son las mujeres, de que no hay quien las entienda y todo ese manido discurso que llena las bocas de tantos hombres. Yo me quedé sintiendo una especie de culpa por no haber hecho nada malo. ¿De verdad alguien puede estropear una cena porque el vino elegido no es el que más le apetecía?, ¿la llamaba o la mandaba a tomar viento fresco y me daba el homenaje yo solo? Dejé de pensar y pasé a la acción. Ella era libre de hacer lo que quisiera, faltaría más, pero yo también lo era, así que descorché la botella de vino tinto y comencé a beber mientras esperaba que terminara de cocerse la pasta. Las almejas estaban listas en la sartén para condimentar unos espaguetis que echarían de menos una bonita cena para dos. Se tendrían que conformar conmigo, después de todo era mi plato favorito.

            Rellené de nuevo mi copa y ya sentía la presión que deja el vino en la cabeza cuando se bebe con el estómago vacío. Un portazo me sobresaltó. Julia entró en la cocina con una botella de vino blanco en la mano y una seriedad extraña. Yo no sabía exactamente en qué punto estábamos. —La vida son dos días —dijo— Sé que podría haberme conformado con el vino tinto, pero para dos días que tengo ¿por qué no tener lo que quiero si puedo conseguirlo? —. No sabía si tomármelo a mal, a bien o a me daba igual. Le pasé el sacacorchos y con una velocidad digna de récord se sirvió una abundante copa de vino blanco. —Eres una caprichosa —le dije— haces que tu ánimo cambie por cosas tan nimias que no te das cuenta de que ahí no reside lo importante—.  Ella bebió y se pasó la lengua por los labios. —Lo importante para ti no es lo mismo que para mí —. Sacó del bolsillo de su pantalón un sobre, un sobre donde ponía mi nombre: “Para Ignacio Medina”. Yo no sabía qué era todo aquel teatro que estaba siendo representado sin mi consentimiento y que además me había elegido a mí como protagonista. Julia sonreía y seguía bebiendo. Abrí el sobre como quien abre un paquete gigante envuelto en papel dorado y con un gran lazo rojo; de esos paquetes que sabes que contendrán algo que deseas desde hace tiempo. Saqué dos cartulinas rectangulares y rígidas; en una estaba mi nombre y en la otra el de ella. — ¿Me estás invitando a acompañarte al próximo congreso que tienes en… —releí la invitación porque no había visto el lugar de celebración— en Roma? —. Ella dejó la copa en la encimera y se acercó a mí. —Mira, ya sé que es pronto, que quizás no te apetezca, que tengas otros planes para esas fechas… Si no quieres venir es tan sencillo como… — ella no iba a parar de hablar y yo, para cortar su respuesta, seguramente sarcástica, hice lo que ya una vez me había funcionado con ella: la besé; pero esta vez no me di cuenta de la intensidad, la precisión o la magnitud del beso. Esta vez todo era distinto.

            Mi mente descartó toda esa información porque era imposible materializar en palabras todo lo que se había desencadenado en ese momento. El camino estaba tomado y a ella —que no le gustaba pensar que toda elección implica un rechazo— se le concedió la oportunidad de que en esta ocasión fuera otro el que tomase un camino y no el otro.

11 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo VI



Qué situación tan increíble, en serio, mi día a día se veía asediado por esa melancolía del presente que antes he intentado explicar. Julia siguió: —Ese día era importante para mí. Cuando desperté y me llamaron para sustituir al Doctor Segura tuve que hacer todo con las prisas cortándome la respiración. No estaba preocupada porque era una charla que conocía prácticamente de memoria y la verdad es que el pánico escénico no lo he sufrido en mi vida. Pero cuando salí de casa y entré en el metro empecé a marearme, me apoyé en la pared y había un pequeño tornillo que sobresalía y que quiso destrozarme las medias. Sabía que no me desmayaría pero notaba mi tensión por los suelos y un sudor frío que me recorría toda la espalda. Recordarás que me agarré a ti y me senté en el sitio en el que tú tenías pensado sentarte, ¿no?

            Yo la escuchaba como quien está escuchando una historia desconocida, una historia que no le compete. —Bueno, yo recuerdo que prácticamente me apartaste… — Ella lanzó una sonrisa con aires de superioridad. —Me estaba sujetando a lo primero que vi. Tú fuiste lo primero que vi, Nacho. —Sonreía guiñando un poco los ojos. Continuó: —Después me sentí estúpida pero no iba a compartir con un extraño lo que me estaba pasando, no confío demasiado en la bondad de la gente y tampoco me gusta dar explicaciones —. Él sintió ternura, una ternura infinita por aquella mujer y por su afán de luchar en un mundo cruel sin aceptar la ayuda de nadie. —Bueno —avanzó—, después cuando comencé la charla y vi que alguien se levantaba me sentí humillada. Sé que no es algo personal pero no sabes lo que mina el ánimo de un profesor que un alumno no le dé ni la posibilidad de atrapar su atención. No me habías dado ni cinco minutos de gracia, pero claro, cuando te giraste y me di cuenta que eras el chico del metro sólo quería que me tragara la tierra. Parecía como si el día me tuviera deparado desde por la mañana una batalla contra ti sin hacérmelo saber. Yo también tenía esa sensación de “guerra” a la que aludiste acto seguido, ¿sabes? Acorté la ponencia todo lo que pude, resumiendo los aspectos básicos y prometiendo pasar el material por e-mail a los asistentes. Salí del salón de actos como quien corre hacia la estación de tren aun sabiendo que no llegará a tiempo. Giré un pasillo y te vi fuera, al sol, recostado en la pared, mirando sin mirar y me parecía como si te conociera desde siempre. Necesitaba sentirme apoyada, alguien que me dijera “cálmate, no pasa nada, todo va bien”. Tú eras el único que podías hacer ese trabajo porque eras el único que me conocía sin conocerme —Carraspeó y entrecerró los ojos como queriendo enfocar sus pensamientos. —Cuando nos abrazamos me sentí como si yo no fuera yo; en ese instante yo era otra persona, en otro lugar, en otra época y con otra vida. Quería que lo supieras para que veas cómo un gesto sin importancia puede cambiar la vida de otro, cambiar para mejorarla. Tú me mejoras y quiero que lo sepas, y que sepas lo importante que eres para mí —. Mi mente iba a mil por hora, quería decirle un millón de cosas: todo lo que ella me provocaba, cuánto me gustaba su actitud ante la vida, cómo me embelesaba con sus palabras, la fuerza que tenía su mirada… Que era ella la que me había salvado a mí, que ella significaba todo en mi vida, que habíamos tirado de la misma cuerda invisible sin ser conscientes de ello, que a mí me bastaba su cercanía para sentirme vivo, que ni ultrasonidos ni corrientes de separación podían hacer que me alejara o me olvidara de ella. —Gracias —respondí.

La Materia Gris del Corazón - Capítulo V



Sentía un peso que no podría definir como malo pero que ciertamente bueno tampoco era. No la conocía de nada y ya podía sentir una melancolía ilógica dentro de mí. Víctor Hugo decía que “la melancolía es la felicidad de estar triste”. Cuando vivimos con intensidad, con deseo, sin miedo y vamos poco a poco adquiriendo experiencias vitales, recuerdos que se nublan por momentos, imágenes distorsionadas que se han quedado dentro de nosotros… sonreímos con una pena inexplicable. Te alegras de haber vivido todo aquello porque te consideras afortunado pero al mismo tiempo, un sentimiento crece en paralelo y es como una punzada honda que se adentra en nosotros y repentinamente nos invade el temor de no volver a tener la oportunidad de vivir cosas que nos hagan sentir de la misma manera que nos hace sentir todo lo que nos provoca melancolía. ¿Pero cómo podía sentir melancolía de algo que no había vivido? Pensé que lo llamaba así porque no sabía con qué palabra definir lo que sentía. Tenía ganas de sentarme al sol fresco de primavera, cerrar los ojos y dejarme llevar hacia donde la vida quisiera, sin planes, horarios ni ataduras. Tenía la mirada perdida y como por capricho del azar, ella, que recordemos que era buena con las miradas, consiguió encontrar la mía y atraparla. Tenía un gesto tímido, la noté turbada y como si fuera una niña pequeña a la que se quiere consolar me acerqué a ella. Tenía los brazos cruzados defendiéndose de cualquier cosa que la pudiera atacar, defendiéndose incluso de ella misma. Yo la tomé por los codos y le separé los brazos. El gesto tímido se había transformado casi en una mueca suplicante; suplicaba comprensión, me estaba pidiendo una ayuda que yo no sabía si sería capaz de darle. Le sonreí y me rodeó con sus brazos abrazándome fuerte, como se abrazan los amantes que se despiden, como el abrazo entre dos amigos que no se ven desde tiempos inmemoriales. Yo me sentía estúpidamente importante.
           
            Nuestra capacidad auditiva escapa a los ultrasonidos porque su frecuencia está por encima del espectro del oído humano. Existen pero no podemos oírlos. Lo mismo pasa con la conexión entre las personas. Hay unas corrientes potentes de atracción que hacen que dos personas, como en nuestro caso, desconocidas, sientan una conexión inmediata, como si cada uno estuviera sujeto al extremo de un mismo elástico en tensión que cuando no puede estirarse más se contrae acercándonos el uno al otro sin remedio. Ella y yo estábamos conectados por alguna fuerza que escapaba a nuestro control y a nuestra comprensión, pero que al igual que los ultrasonidos esa fuerza existía.

            Desde ese momento comenzamos a vernos prácticamente a diario, llamadas casuales, sin obligaciones, por el mero placer de vernos y estar el uno con el otro. Aprovechando la temperatura primaveral que embellecía y templaba el ambiente le cogimos gusto a irnos a un parque enorme que estaba cerca de mi casa y en el que pasábamos las tardes leyendo, charlando, discutiendo… conociéndonos. Una tarde se sentó más cerca de mí que de costumbre. Sentirla tan próxima me bastaba para aguantar la más grande de las penas, el tedio más desalentador, la preocupación más inmediata. Ella miraba hacia la nada y me recordó al momento en el que yo andaba con la mirada perdida y ella la había encontrado. —Dime —dije sabiendo que la primera palabra no saldría de ella. — ¿Recuerdas cuando nos abrazamos sin tan siquiera conocernos? —.
           
            La pregunta, como en la mayoría de los casos no esperaba una respuesta basada en su significado literal, por tanto un “sí, me acuerdo” hubiera sido una respuesta indigna. — ¿El día que me abrazaste quieres decir? —Bromeé para salir del paso en un modo elegantemente cobarde. — Un abrazo puede comenzarlo una persona, pero si la otra no abraza a su vez no podríamos llamarlo abrazo, ¿no, listillo? —. Sí, el listillo lo sabía y por eso sonreí. —En fin, sólo quería decirte lo que significó para mí ya que nunca hemos hablado de ese momento. Quiero que lo sepas porque cuando expreso lo que tengo dentro me siento bien, vamos, que lo hago por puro egoísmo, no te creas… —ahora la nerviosa era ella.

9 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo IV



     Permitidme que os cuente cómo comenzó todo. Yo me había inscrito a un curso de “Psicología de la Comunicación” y esa mañana no tenía ninguna gana de asistir a una charla que daría un psicólogo de una reputación tan afamada como lo era su cualidad de aburrir a sus oyentes. Cuando estaba en el metro eché un vistazo para ver si sería un día afortunado o si, por el contrario, debería permanecer en pie las once paradas que me separaban de la Facultad de Psicología. En el momento en el que me dirigía hacia un asiento libre, alguien, agarrándome de la chaqueta, me detuvo haciéndome retroceder y adelantándome tomó “mi” asiento. Mi reacción fue inesperada incluso para mí: — ¿Qué haces? —pregunté en tono enfadado pero no demasiado alto por miedo a montar una escena en el metro y teniendo en cuenta que me quedaba un rato largo allí dentro… mejor así— Sentarme, ¿no lo ves? —. Era una chica más o menos de mi edad, sonreía y yo no sabía si era ironía, sarcasmo o pura ingenuidad. — ¿Eres consciente de que me has agarrado para pasar tú delante y coger el sitio, verdad? —Mmm, sí, aún no tengo una memoria tan frágil como para no recordar eso —. Perdí poco a poco las ganas de discutir y es que no me había pasado inadvertido el hecho de que la chica tenía una carrera en la media a lo largo de toda la pantorrilla izquierda. Ella se dio cuenta de que algo no iba bien y no tuvo más que seguir el rumbo que marcaba mi mirada hacia su pierna para descubrir la catástrofe. — ¡Mierda! —refunfuñó—. Dicen que cada uno tiene lo que se merece —dije. Sonreí triunfalmente como si hubiera metido el gol decisivo para ganar un partido de fútbol y me dirigí a otro vagón esperando esta vez que nadie me entorpeciera el camino.

            Cuando salí del metro quedaban escasos minutos para el comienzo de la ponencia. Si llegabas más de diez minutos tarde las puertas las encontrabas cerradas, así que, ya que había hecho el esfuerzo de madrugar aun sin ganas, decidí darme prisa.      

            Andaba por la acera soleada. Hay una determinada hora del día en el que algunas calles adquieren una condición mágica. Poseen una dualidad que te permite decidir por dónde quieres andar: sol o sombra. En mi caso, a no ser que se tratara del mes de agosto, era sol. Crucé de acera y la chica que no conocía la vergüenza estaba entrando en un bar. Tendemos a juzgar rápidamente a las personas aunque no hayamos cruzado más de dos palabras con ellas. Yo a ella no sólo la juzgué sino que me atreví a entrar en el terreno de la chulería, por llamarlo de alguna manera. Sea como fuere ella había empezado la guerra, no yo.

            Entré en la sala y estaba atestada de jóvenes deseosos de discursos sabios, comprensibles, llenos de teorías conocidas que reforzaran su ego y les permitiera presumir de sus avanzados conocimientos en una nueva y famosa teoría psicológica que sería suplantada por otra nueva al poco tiempo y así sucesivamente. Me acerqué a un grupo de chicos y pregunté si todo iba bien. Me contestaron que había habido un problema de última hora y que el Doctor Segura no llegaría a tiempo. Si mis ganas de asistir a la charla eran pocas, por momentos iban dispersándose aún más. La idea de un café me pareció la mejor de las ideas posibles vista la situación. Cuando estaba saliendo por la puerta del fondo una voz potente saludó a todos los presentes: —Buenos días, disculpad el retraso. Soy Julia Cardona y hoy sustituiré al Doctor Segura —. Mis piernas obedeciendo a mi cerebro se pararon, mi cabeza se giró y allí estaba ella: la chica roba-asientos, la de la carrera en la media, la que había comenzado la guerra.

            Esto prometía. Dicen que la venganza se sirve en frío y mi momento estaba refrigerándose poco a poco. Me senté en la primera fila del segundo tramo, ese que está un poco más elevado que el primero, para asegurarme de que, con suerte, su mirada alguna vez se dirigiría hacia a mí. Ella se subió a una pequeña plataforma y yo pude apreciar que las medias eran ya historia. Probablemente entró al bar para quitárselas y ahorrarse un bochorno innecesario. En fin, sus piernas no tenían necesidad de estar cubiertas por nada, eran muy bonitas y creo que en un principio me molesté por ello. Una chica estúpida y engreída debería ser gorda y fea; incluso podríamos añadirle un toque de estrabismo para hundirla más aún. Que lo que tuviera por dentro se reflejara por fuera… Ojalá. El caso es que la chica, que estaba explicando los motivos por los que el Dr. Segura la había mandado en su lugar era verdaderamente atractiva. Julia había dicho que se llamaba… No sólo era elegante en el vestir; todos sus gestos tenían una gracia especial, una forma de desenvolverse que podría compararse a las nubes movidas por el viento. Una sintonía, una armonía… Perdido, yo ya estaba perdido. No quería abrir una nueva batalla en la guerra que ella había empezado. No quería; no podía. Decidí irme; si seguía observándola no habría vuelta atrás, sería un sinfín de comparaciones, ilusiones vanas y quebraderos de cabeza que girarían en torno a estereotipos que no valen para nada.

            Hacía algún tiempo que pretendía a base de mucha voluntad bajar el listón que siempre había marcado quién era apta y quién no lo era. Si conocía a alguna chica que era apta y que además estaba muy por encima de las aptas del montón me entraba un malestar psíquico que penetraba por todo mi cuerpo y me hacía enfermar. Algún romántico diría que enfermaba de amor, pero siento contradecirlo, enfermaba de angustia porque sabía que siempre habría alguien mejor. Que si esa chica era un diez en mi escala de aptitud siempre podría encontrarme en un bar con un doce, en un quiosco con un quince o en un metro con un veinte. —Cerebro, mándame fuerza suficiente como para llegar a la puerta sin tropezar y salir corriendo, por favor —.
            Hablaba conmigo mismo para tranquilizarme y porque, para qué mentir, siempre me ha gustado tener una voz en off dentro de mi cabeza. Me levanté y fui tranquilamente hacia la puerta. A pocos metros de ésta escuché el silencio. Escuchar el silencio es terrorífico; cuando me contaron que hay gente que duerme con música si se encuentra en un paraje perdido en mitad del campo donde reina el silencio y donde incluso los grillos hacen huelga de cánticos lo comprendí perfectamente. Escuchar el silencio es como ver la oscuridad. Nuestros sentidos no están creados para la ausencia de percepciones y es por eso por lo que sentí miedo. Sentí que en pocos segundos el mundo me caería encima.  —He batido mi récord, señores —dijo ella— Es la primera vez en los dos años que llevo haciendo este trabajo que alguno de los presentes no logra resistir ni siquiera cinco minutos. Puede apuntárselo en su lista de logros y decir que destruyó la autoestima de una humilde psicóloga que nunca le obligó a sentarse en una silla a escuchar una charla por la que no tiene el menor interés; enhorabuena —. Se lo había tomado exageradamente a pecho. Una reacción así me parecía innecesaria y fuera de lugar. Aún así no iba a volver a mi sitio como una marioneta movida por las palabras furiosas de una chica insatisfecha y reprimida. —Disculpe, señorita, sencillamente, y no espero que lo comprenda, para mí la guerra ha terminado —. Cerré suavemente y me alejé de aquella sala llena de estudiantes atónitos y desconcertados.

8 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo III



     Estábamos en la cocina. Esa noche habíamos decidido preparar una receta casera que su padre le había enseñado hacía ya algún tiempo. De espaldas, sin moverse ni girarse me dijo: —No te vuelvas hacia mí hasta que no termine de hablar —. Mi primer impulso había sido un tímido movimiento de cuello pero corregí mi postura y continué en la posición original. Ella continuó: — ¿Sabes por qué la mayoría de las personas no miran a los ojos del otro cuando se hablan? —. No era una pregunta a la que yo quisiera contestar, no era mi opinión la que buscaba, era su explicación la que mis oídos querían, era ese nuevo momento de aproximación a su mente el que me cerraba la garganta y me aceleraba el pulso. 

         Ella, que no esperaba respuesta alguna, siguió: —Antiguamente, cuando los brujos, hechiceros y magos eran asesinados porque sabían más de la cuenta hubo un chico que quiso saber qué peligro representaban para su pueblo. Este chico pidió al gobernante una explicación: « ¿Por qué acabáis con ellos?, ¿qué os han hecho?». El gobernante acarició el cabello del chico con un gesto cariñoso y le dijo: «Estas personas son malvadas, entran en nuestra mente y son capaces de saber lo que pensamos, incluso de hacernos sentir lo que a ellos les interesa que sintamos». Esa misma tarde habían condenado a la hoguera a dos de los llamados brujos, y se les acusaba de haber incitado al adulterio a una mujer íntegra, madre de una familia respetada. El chico se coló entre el tumulto y se situó frente a aquellos hombres llamados Oras y Retos. « ¿Por qué no les decís a todos que no es verdad que tengáis algún poder sobre ellos, que no sois capaces de hacer lo que todos dicen? ¡Vais a morir y no hacéis nada por evitarlo!». Los hombres se mantenían unidos, tenían los ojos vendados. Uno de ellos dijo: «No están diciendo mentiras sobre nosotros, chico. Nos acusan de cosas de las que no nos sentimos culpables pero de las que seguramente hemos sido responsables». El niño insistía: «Pero, ¿qué poderes tenéis?, ¿No podríais dejar de usarlos y así liberaros de esta condena?». El hombre que antes había permanecido callado habló: «Pobre niño, ¿podrías tú evitar que el aire entrase en tus pulmones?». El chico, confundido, respondió que no. El hombre prosiguió: « ¿Podrías intentar frenar la circulación de la sangre que bombea tu corazón?». El chico negó de nuevo. «Entonces, de la misma manera en que la sangre circula por el cuerpo y de la misma manera en que el aire entra en nuestros pulmones, nosotros no podemos dejar de adentrarnos en el mundo de otra persona cuando la miramos directamente a los ojos».

            El silencio se apoderó de la cocina. Ella se giró hacia mí y yo como un espejo le devolví el gesto. Clavó sus ojos en los míos y dijo: —Las personas no se miran fijamente a los ojos porque no quieren ser descubiertas. No nos han enseñado a mirar de esta manera porque no le interesa a una gran mayoría. No quieren quedar al desnudo —. Hablaba lento, casi vocalizando, me miraba fijamente, yo sabía que estaría sintiendo mi angustia y mi deseo. No quería apartar los ojos para no ser uno más del grupo que vive con miedo, pero reconozco que la conseguía mantener con un gran esfuerzo. Ella se fue acercando hasta pegarse a mí. —Los ojos son el reflejo del alma, ¿recuerdas cómo te miré cuando te fuiste al poco de empezar mi charla? —. Claro que lo recordaba, cómo olvidar el día en el que la conocí… Sus frases estaban hiladas, estudiadas en función de su público.

            Ahora recuerdo cada ademán, cada sonrisa y cada silencio; todos ellos se han quedado conmigo todo este tiempo; la mejor época de mi vida estaba ligada a su recuerdo y su recuerdo dolía, unas veces con mucha intensidad, otras veces de manera soportable, pero siempre dolía.

            Sus ojos seguían posados en los míos y lo único que pude hacer para vencer, para quitarme el yugo de su mirada, fue besarla. Fue un beso áspero, brusco, de emergencia. Sin embargo fue convirtiéndose en un beso apasionado, un beso soñado, un beso enamorado. —Si usted, señorita, hubiera vivido en la época de los brujos también la hubieran colgado en la hoguera, sin duda —.

7 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo II



   Cada persona tiene diversas caras que no tienen por qué contradecirse. Pensemos que son complementos imperfectos que logran formar una masa homogénea. En ella destacaban tres cualidades por encima del resto. ¿Cómo definir a una persona sólo basándonos en tres aspectos que la caracterizan? De la misma manera en la que definimos un atardecer: no por su color, extensión o velocidad, sino por la sensación que deja impresa en nosotros. Hablaré de ella teniendo en cuenta lo que significó para mí, aceptando una vez más que la pude haber tenido.


            Una polilla encerrada en la cabina de un conductor de tren revolotea y choca contra el cristal. Retoma su vuelo y choca de nuevo contra otro cristal. Párate, polilla, para ya. Ella no sabía que estaba encerrada y que seguiría chocando contra algo más grande y pesado que ella. Por eso intentaba con todas sus fuerzas revolotear, continuar su vida después de las caídas, de los errores cometidos, de las experiencias que hendían su piel dificultando la cicatrización de sus heridas. Un día me contó que había caído en picado. Se trataba de una crisis existencial momentánea de la que no sabía cómo salir. También me contó que un buen día un desconocido le dijo una frase que le cortó el aliento y ella se la guardó como un tesoro que debe ser protegido para que no vaya a manos inapropiadas. Con esa frase se abrió el cristal contra el que, como buena polilla, chocaba sin remedio alguno. Tomó vuelo hacia el vagón central del tren donde todos la miraban desde sus asientos incómodos, y sonrió porque se dio cuenta de que aunque alguien nos ayudara a continuar nuestro camino siempre permaneceríamos encerrados en sitios más y más grandes.

            La segunda de sus cualidades era el modo en el que contaba las cosas. —Siempre tienes historias nuevas —le dije un día. Ella se apartó el pelo de la cara y sonriéndome me dijo: —Ignacio, no es tan importante lo que te cuento como la forma en la que te lo cuento. La vida es cuestión de percepción. Frente a una situación cada persona percibe algo distinto. Nos vemos influidos por el conjunto de herramientas que hemos ido recopilando y que cargamos en la espalda. Lo que a uno le parece bello, a otro le da pavor. Lo que a uno reconforta a otro lo llena de hastío —. 

            Ella contaba porque sabía contar. Historias banales, anécdotas opacas, momentos insignificantes... nada le pasaba desapercibido. — ¿Sabes? Hay frases que se quedan en la memoria más allá del tiempo y del espacio. Nadie sabe el poder que tienen sus palabras hasta que alguien te confiesa que el día tal a la hora cuál le dijiste algo que le cambió el ánimo, que le supuso una ayuda; en definitiva, que tú  fuiste el responsable de que a otra persona le afectaran de tal manera tus palabras que las llevó a la espalda, fueran buenas o malas, durante el resto de su vida —.

            Quise saber qué se había quedado en su memoria grabado como un archivo con copia de seguridad. Ella no solía responder a preguntas directas. Su mundo de pensamiento era mucho más casual y metafórico. Ese era el nudo más potente que te mantenía atado a ella: el saber que cada día habría algo nuevo, que con cada historia averiguaría cosas de su pasado, detalles de su vida, y que lo descubriría en un modo natural, calmado, bello, quedando casi obnubilado.

          Después de saber que era consciente de revolotear entre muros y después de apreciar su modo de contar las cosas, no podía obviar su última cualidad, aquella que pude sentir desde el lugar que me dejó tener en su vida.

5 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo I



          Era curioso cómo después de un tiempo volvían recuerdos y viejas historias a su cabeza. A veces, todo se concentraba en un momento, en una palabra, en una sensación que le recorría el cuerpo y la dejaba sin fuerzas. Opciones que parecían posibles, incluso correctas, caminos estrechos que le permitían salir de la vía principal por la que andaba, callejuelas, recovecos que la dirigían hacia otro mundo, otros pasos, otra vida.

            

         Ella llevaba esperando su tren más de lo que podía recordar. El problema era que quizás debería haber cogido un avión y llegar antes a su destino. La elección siempre es responsabilidad nuestra. Elegir es una palabra que ella odiaba. Si la hubieran obligado a hacer esto o aquello, a estudiar eso y no lo otro, a salir con éste y no con aquél... ella habría sido más feliz. Siempre podría culpar de su infelicidad a otro y refugiarse en el manto grueso que las obligaciones le habían echado encima. Pero era inútil, ella había ido decidiendo; con un gran mazo de cartas repartía a izquierda y derecha según creía, volteaba algunas cartas, barajaba de nuevo, incluso se escondía algún as en la manga.
            Por eso, cuando pasó un tiempo y un calambre inquietante recorrió su cuerpo, pensó que la vida no sigue el recorrido de una flecha lanzada con un arco, más bien es un cohete que sale disparado sin previo aviso y comienza a hacer dibujos en el aire sin seguir una ruta fija. No intentes detenerlo porque lo único que conseguirás será marearte, caer al suelo mientras todo a tu alrededor gira incesantemente y te recuerda siempre lo mismo: la casa gana. Sabía que la vida no era como una máquina tragaperras, pero su ansia era irrefrenable y cada moneda que servía de alimento a la máquina de la vida y descendía lentamente por sus intestinos, a ella le provocaba una curiosidad y una excitación que necesitaba en su día a día.

            Cuando tuvo que leer su discurso frente a todas esas personas, no tuvo el menor reparo en dar lo mejor de sí misma. Impúdicamente fue revelando detalles de su vida que le permitían llegar a las conclusiones y posteriores recomendaciones que se quedarían impresas en las mentes de todos los jóvenes que la escuchaban. Tenía el don de la atracción. Palabra tras palabra ahondaba en el alma y en el cerebro de cada persona presente en la sala y ella lo sabía. Yo estaba en esa sala.

            Cinco años más tarde se repetía la historia: yo sentado como oyente en un salón de actos y ella como ponente encadenando palabras, solo que esta vez las circunstancias eran completamente distintas: yo sabía de antemano que ella sería una de las profesoras participantes en el simposio y ella sabía que yo no me levantaría hasta que finalizara su intervención.

            Su discurso empezaba diciendo: "A veces pienso que somos personas valientes que tenemos que vivir con un corazón cobarde, y no al revés". Esta creencia la había desarrollado a fuerza de apretar el gatillo de una pistola siempre cargada. ¿Cuál es el sentido de jugar a la ruleta rusa si sabemos que el disparo siempre - siempre - nos atravesará los sesos?