7 de diciembre de 2013

Contrato vital indefinido

Los veía andar muy despacio, no les podía perturbar nada. Iban de la mano, esas manos que se habían entrelazado tantas, tantísimas veces. Eran las mismas manos de treinta años atrás, solo que más frágiles y sabias. A ella siempre le había dado mucha ternura ver a parejas de ancianos que después de tantos años seguían caminando de la mano y cuidándose quizás más de lo que lo hicieron en su juventud.


La vejez siempre le rondaba la mente. No en un sentido trágico ni relacionado con la muerte sino más bien como certeza de la juventud. La vejez en sí misma y paradójicamente implica juventud. Refleja el pasado, los recuerdos, las victorias y aprendizajes. Lo que pasó y lo que todavía se lleva a la espalda. La mayoría de las personas cuando ven a un anciano piensan en el final de la vida, en la ausencia -por fin- de responsabilidades, quizás en una mujer que ya no tiene o en unos hijos y nietos que le esperan al volver a casa. A nuestra protagonista, sin embargo, le pasaba todo lo contrario: ella veía su juventud. Veía a la persona detrás de las arrugas y de los cabellos canos. Veía al chico inseguro conduciendo por primera vez, al hijo mimado por su madre, al joven que ideó mil historias para conquistar a una chica, al que se partió los cuernos estudiando una carrera que ni siquiera le gustaba, al que se bebía los libros y pasaba las noches en vela, al amigo que siempre alegraba las fiestas, al chico que daba buenos consejos o quizás al muchacho tímido que nunca le dio un empujón a sus deseos.

La pareja de ancianos se había parado a descansar en el banco que se encontraba frente al de ella en aquella plaza fría y brillante, llena de adornos navideños y ruido de bolsas que contenían las ilusiones materiales de tanta gente. La mujer tenía los ojos iluminados a juego con las luces que embellecían la plaza. Los dos miraban la pantalla de un móvil y reían como críos. Él hablaba de lo increíblemente rápido que pasaban los años y ella se maravillaba de la ropa que llevaba por aquel entonces: - ¡Mira qué piernas! - murmuraba con un gesto que andaba entre la pena y el orgullo. Ella seguía mirándolos y empezó a sentir el dolor que comienza justo detrás de los ojos cuando van a dejar paso a las lágrimas. La mujer levantó la vista del móvil y se topó con la de ella. Parecía que le estaba leyendo el pensamiento o quizás, en un gesto telepático, quería comunicarle algo. Le sonrió y ella, con lágrimas en los ojos, le devolvió la sonrisa.

Aquella noche no pudo dormir. No hacía más que darle vueltas a la inmortalidad que impregna cada una de las fotografías que nos hacemos a lo largo de la vida. Una inmortalidad que de nada sirve sino para recordarnos lo que fuimos, para regalarnos en un único fotograma una realidad compleja y en tres dimensiones. Nos trae otra época, amigos, celebraciones, nacimientos, viajes, despedidas, fiestas, abriles primaverales y octubres otoñales siempre tristes.

El querer permanecer, sea de la forma que sea, forma parte del ser humano. No queremos ser despedidos del trabajo de la vida. Sabemos que es inevitable, que así termina el contrato y por eso tenemos la necesidad de dejar trocitos de nosotros atrás: fotos, escritos, costumbres, frases... Algo por lo que ser recordados, algo que no nos lleve al olvido completo, un legado, hilos que nos cosan a esta vida y que no se rompan con la muerte.

Con el sol de diciembre en la cara y la soledad metida en los huesos sacó su teléfono y fotografió su mano izquierda. No para compararla con la misma dentro de veinte años sino para inmortalizar la esperanza de que algún día ya no estaría sola, de que algún día llevaría el peso de los años entrelazando sus dedos con los de otra persona.

3 comentarios:

  1. Blogueando he llegado a este relato. Congrats.

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  2. Muy bonito sin caer en sensiblerías y real como la vida misma...solo que a veces las manos se desunen muy a nuestro pesar y para siempre. Hada madrina

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