6 de marzo de 2012

Tres días con Samuel Smiles. Día 1.

Cuando volvió de su periplo por Europa algo en él había cambiado. Volvía más ligero, no sólo porque se apreciaba una considerable pérdida de peso, sino porque su mirada estaba libre de cargas. 

Samuel era un joven con manos de viejo. ¿Saben las marcas propias que la vejez va regalando a las distintas partes de nuestro cuerpo? Las arrugas en las manos y la rigidez en los dedos descolocaban a cualquiera que lo conociera. ¿Cómo podía experimentar un desgaste vital en las manos impropio de su edad, mientras que el resto del cuerpo gozaba del benevolente paso normal del tiempo?

"Las experiencias de cada persona se reflejan en sus manos" - solía decirme. Al ser más o menos de su edad, me costaba entender su singularidad. Habíamos estudiado juntos, tanto en el colegio como en el instituto. Compartíamos grupo de amigos e incluso en una ocasión llegamos a compartir novia (no al mismo tiempo, uno antes y el otro después). Habíamos encontrado trabajo prácticamente a la vez. Teníamos las mismas cartas y jugábamos al mismo juego. A simple vista nuestros caminos seguían un curso paralelo y acompasado, el problema estaba en la escala de nuestros caminos. No en una escala en términos de distancias sino en una escala de vida: una escala vital.

La escala vital medía el carácter, la personalidad, las experiencias, las anécdotas, las reflexiones... Tomaba nota de todo lo que nos iba configurando y no había posibilidad de formatear nuestro disco duro para empezar de cero. Si diseñáramos nuestros caminos en dos mapas, el mío podría verse a una escala vital de 1/10. Sin embargo, su camino estaba escalado al 1/1000. No lo digo con un tono despectivo ni hay envidia en mis palabras. Siempre habrá personas que suban los peldaños más rápido, que gocen con más intensidad, que lloren con más tristeza. 

Con su vuelta me hacía sentir más vivo, más importante, hacía aumentar mi escala vital. Pasó un tiempo y adoptamos una nueva costumbre: tres veces a la semana practicábamos senderismo. No importaba si el terreno era adecuado o no. Simplemente subíamos más y más alto. Abajo quedaba la ciudad con su ritmo y su cadencia, capaz de adaptarse a cualquiera que pusiera un pie en ella. Nosotros la divisábamos a lo lejos.

Samuel estaba callado. No era un silencio incómodo, todo lo contrario. Le pregunté por sus manos y bromeé diciéndole que tuviera cuidado con la vida que estaba llevando, que a ese ritmo su destino sería cuanto menos artrítico. Me miró y sonrió: - No es de la vida de la que debemos protegernos - afirmó mirando las luces de la ciudad que iban poco a poco tomando protagonismo - sino de lo que hacemos con ella.

Enmudecí con cierto desasosiego, no pretendía que mi frase tuviera mayores consecuencias. - Imagina un espacio vacío situado en medio de ninguna parte. Aunque pueda parecer absurdo hay un ladrón empeñado en robar ese vacío. Como no puede llevárselo porque no puede acarrear con nada, decide ir llenándolo con pequeñas cosas que va encontrando por el camino. Poco a poco ese vacío va desapareciendo. El ladrón lo ha ido robando despojándolo de su cualidad innata: la ausencia. - Samuel iba improvisando, pero sabía el destino al que quería llegar. - La vida es este espacio vacío. Las experiencias nos van dejando pequeños obsequios que van llenando nuestra vida. Finalmente, en el espacio que estaba vacío nos encontramos con aprendizajes, recuerdos, anécdotas... que acampan a sus anchas y van encajándose como figuras del Tetris. No hay experiencia desierta. Todo lo que hacemos y todo lo que vivimos va llenando el espacio que se nos ha dejado vivir. Eres tú el que decide lo que quieres tener dentro o de lo que quieres desprenderte. Mis manos expresan intensidad, movimiento, valentía. Bienvenida sea otra arruga más si cuando la mire me habla de vida -. 

La vida siempre será en gran medida lo que hacemos nosotros de ella.
Samuel Smiles.

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