9 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo IV



     Permitidme que os cuente cómo comenzó todo. Yo me había inscrito a un curso de “Psicología de la Comunicación” y esa mañana no tenía ninguna gana de asistir a una charla que daría un psicólogo de una reputación tan afamada como lo era su cualidad de aburrir a sus oyentes. Cuando estaba en el metro eché un vistazo para ver si sería un día afortunado o si, por el contrario, debería permanecer en pie las once paradas que me separaban de la Facultad de Psicología. En el momento en el que me dirigía hacia un asiento libre, alguien, agarrándome de la chaqueta, me detuvo haciéndome retroceder y adelantándome tomó “mi” asiento. Mi reacción fue inesperada incluso para mí: — ¿Qué haces? —pregunté en tono enfadado pero no demasiado alto por miedo a montar una escena en el metro y teniendo en cuenta que me quedaba un rato largo allí dentro… mejor así— Sentarme, ¿no lo ves? —. Era una chica más o menos de mi edad, sonreía y yo no sabía si era ironía, sarcasmo o pura ingenuidad. — ¿Eres consciente de que me has agarrado para pasar tú delante y coger el sitio, verdad? —Mmm, sí, aún no tengo una memoria tan frágil como para no recordar eso —. Perdí poco a poco las ganas de discutir y es que no me había pasado inadvertido el hecho de que la chica tenía una carrera en la media a lo largo de toda la pantorrilla izquierda. Ella se dio cuenta de que algo no iba bien y no tuvo más que seguir el rumbo que marcaba mi mirada hacia su pierna para descubrir la catástrofe. — ¡Mierda! —refunfuñó—. Dicen que cada uno tiene lo que se merece —dije. Sonreí triunfalmente como si hubiera metido el gol decisivo para ganar un partido de fútbol y me dirigí a otro vagón esperando esta vez que nadie me entorpeciera el camino.

            Cuando salí del metro quedaban escasos minutos para el comienzo de la ponencia. Si llegabas más de diez minutos tarde las puertas las encontrabas cerradas, así que, ya que había hecho el esfuerzo de madrugar aun sin ganas, decidí darme prisa.      

            Andaba por la acera soleada. Hay una determinada hora del día en el que algunas calles adquieren una condición mágica. Poseen una dualidad que te permite decidir por dónde quieres andar: sol o sombra. En mi caso, a no ser que se tratara del mes de agosto, era sol. Crucé de acera y la chica que no conocía la vergüenza estaba entrando en un bar. Tendemos a juzgar rápidamente a las personas aunque no hayamos cruzado más de dos palabras con ellas. Yo a ella no sólo la juzgué sino que me atreví a entrar en el terreno de la chulería, por llamarlo de alguna manera. Sea como fuere ella había empezado la guerra, no yo.

            Entré en la sala y estaba atestada de jóvenes deseosos de discursos sabios, comprensibles, llenos de teorías conocidas que reforzaran su ego y les permitiera presumir de sus avanzados conocimientos en una nueva y famosa teoría psicológica que sería suplantada por otra nueva al poco tiempo y así sucesivamente. Me acerqué a un grupo de chicos y pregunté si todo iba bien. Me contestaron que había habido un problema de última hora y que el Doctor Segura no llegaría a tiempo. Si mis ganas de asistir a la charla eran pocas, por momentos iban dispersándose aún más. La idea de un café me pareció la mejor de las ideas posibles vista la situación. Cuando estaba saliendo por la puerta del fondo una voz potente saludó a todos los presentes: —Buenos días, disculpad el retraso. Soy Julia Cardona y hoy sustituiré al Doctor Segura —. Mis piernas obedeciendo a mi cerebro se pararon, mi cabeza se giró y allí estaba ella: la chica roba-asientos, la de la carrera en la media, la que había comenzado la guerra.

            Esto prometía. Dicen que la venganza se sirve en frío y mi momento estaba refrigerándose poco a poco. Me senté en la primera fila del segundo tramo, ese que está un poco más elevado que el primero, para asegurarme de que, con suerte, su mirada alguna vez se dirigiría hacia a mí. Ella se subió a una pequeña plataforma y yo pude apreciar que las medias eran ya historia. Probablemente entró al bar para quitárselas y ahorrarse un bochorno innecesario. En fin, sus piernas no tenían necesidad de estar cubiertas por nada, eran muy bonitas y creo que en un principio me molesté por ello. Una chica estúpida y engreída debería ser gorda y fea; incluso podríamos añadirle un toque de estrabismo para hundirla más aún. Que lo que tuviera por dentro se reflejara por fuera… Ojalá. El caso es que la chica, que estaba explicando los motivos por los que el Dr. Segura la había mandado en su lugar era verdaderamente atractiva. Julia había dicho que se llamaba… No sólo era elegante en el vestir; todos sus gestos tenían una gracia especial, una forma de desenvolverse que podría compararse a las nubes movidas por el viento. Una sintonía, una armonía… Perdido, yo ya estaba perdido. No quería abrir una nueva batalla en la guerra que ella había empezado. No quería; no podía. Decidí irme; si seguía observándola no habría vuelta atrás, sería un sinfín de comparaciones, ilusiones vanas y quebraderos de cabeza que girarían en torno a estereotipos que no valen para nada.

            Hacía algún tiempo que pretendía a base de mucha voluntad bajar el listón que siempre había marcado quién era apta y quién no lo era. Si conocía a alguna chica que era apta y que además estaba muy por encima de las aptas del montón me entraba un malestar psíquico que penetraba por todo mi cuerpo y me hacía enfermar. Algún romántico diría que enfermaba de amor, pero siento contradecirlo, enfermaba de angustia porque sabía que siempre habría alguien mejor. Que si esa chica era un diez en mi escala de aptitud siempre podría encontrarme en un bar con un doce, en un quiosco con un quince o en un metro con un veinte. —Cerebro, mándame fuerza suficiente como para llegar a la puerta sin tropezar y salir corriendo, por favor —.
            Hablaba conmigo mismo para tranquilizarme y porque, para qué mentir, siempre me ha gustado tener una voz en off dentro de mi cabeza. Me levanté y fui tranquilamente hacia la puerta. A pocos metros de ésta escuché el silencio. Escuchar el silencio es terrorífico; cuando me contaron que hay gente que duerme con música si se encuentra en un paraje perdido en mitad del campo donde reina el silencio y donde incluso los grillos hacen huelga de cánticos lo comprendí perfectamente. Escuchar el silencio es como ver la oscuridad. Nuestros sentidos no están creados para la ausencia de percepciones y es por eso por lo que sentí miedo. Sentí que en pocos segundos el mundo me caería encima.  —He batido mi récord, señores —dijo ella— Es la primera vez en los dos años que llevo haciendo este trabajo que alguno de los presentes no logra resistir ni siquiera cinco minutos. Puede apuntárselo en su lista de logros y decir que destruyó la autoestima de una humilde psicóloga que nunca le obligó a sentarse en una silla a escuchar una charla por la que no tiene el menor interés; enhorabuena —. Se lo había tomado exageradamente a pecho. Una reacción así me parecía innecesaria y fuera de lugar. Aún así no iba a volver a mi sitio como una marioneta movida por las palabras furiosas de una chica insatisfecha y reprimida. —Disculpe, señorita, sencillamente, y no espero que lo comprenda, para mí la guerra ha terminado —. Cerré suavemente y me alejé de aquella sala llena de estudiantes atónitos y desconcertados.

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