Cada persona
tiene diversas caras que no tienen por qué contradecirse. Pensemos que son
complementos imperfectos que logran formar una masa homogénea. En ella
destacaban tres cualidades por encima del resto. ¿Cómo definir a una persona
sólo basándonos en tres aspectos que la caracterizan? De la misma manera en la
que definimos un atardecer: no por su color, extensión o velocidad, sino por la
sensación que deja impresa en nosotros. Hablaré de ella teniendo en cuenta lo
que significó para mí, aceptando una vez más que la pude haber tenido.
Una polilla encerrada en la cabina
de un conductor de tren revolotea y choca contra el cristal. Retoma su vuelo y
choca de nuevo contra otro cristal. Párate, polilla, para ya. Ella no sabía que
estaba encerrada y que seguiría chocando contra algo más grande y pesado que
ella. Por eso intentaba con todas sus fuerzas revolotear, continuar su vida
después de las caídas, de los errores cometidos, de las experiencias que
hendían su piel dificultando la cicatrización de sus heridas. Un día me contó
que había caído en picado. Se trataba de una crisis existencial momentánea de
la que no sabía cómo salir. También me contó que un buen día un desconocido le dijo
una frase que le cortó el aliento y ella se la guardó como un tesoro que debe
ser protegido para que no vaya a manos inapropiadas. Con esa frase se abrió el
cristal contra el que, como buena polilla, chocaba sin remedio alguno. Tomó
vuelo hacia el vagón central del tren donde todos la miraban desde sus asientos
incómodos, y sonrió porque se dio cuenta de que aunque alguien nos ayudara a
continuar nuestro camino siempre permaneceríamos encerrados en sitios más y más
grandes.
La segunda de sus cualidades era el
modo en el que contaba las cosas. —Siempre tienes historias nuevas —le dije un
día. Ella se apartó el pelo de la cara y sonriéndome me dijo: —Ignacio, no es
tan importante lo que te cuento como la forma en la que te lo cuento. La vida
es cuestión de percepción. Frente a una situación cada persona percibe algo
distinto. Nos vemos influidos por el conjunto de herramientas que hemos ido
recopilando y que cargamos en la espalda. Lo que a uno le parece bello, a otro
le da pavor. Lo que a uno reconforta a otro lo llena de hastío —.
Ella contaba porque sabía contar.
Historias banales, anécdotas opacas, momentos insignificantes... nada le pasaba
desapercibido. — ¿Sabes? Hay frases que se quedan en la memoria más allá del
tiempo y del espacio. Nadie sabe el poder que tienen sus palabras hasta que
alguien te confiesa que el día tal a la hora cuál le dijiste algo que le cambió
el ánimo, que le supuso una ayuda; en definitiva, que tú fuiste el responsable de que a otra persona
le afectaran de tal manera tus palabras que las llevó a la espalda, fueran
buenas o malas, durante el resto de su vida —.
Quise saber qué se había quedado en
su memoria grabado como un archivo con copia de seguridad. Ella no solía
responder a preguntas directas. Su mundo de pensamiento era mucho más casual y
metafórico. Ese era el nudo más potente que te mantenía atado a ella: el saber
que cada día habría algo nuevo, que con cada historia averiguaría cosas de su
pasado, detalles de su vida, y que lo descubriría en un modo natural, calmado,
bello, quedando casi obnubilado.
Después de saber que
era consciente de revolotear entre muros y después de apreciar su modo de
contar las cosas, no podía obviar su última cualidad, aquella que pude sentir
desde el lugar que me dejó tener en su vida.
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