Sentía
un peso que no podría definir como malo pero que ciertamente bueno tampoco era.
No la conocía de nada y ya podía sentir una melancolía ilógica dentro de mí.
Víctor Hugo decía que “la melancolía es la felicidad de estar triste”. Cuando
vivimos con intensidad, con deseo, sin miedo y vamos poco a poco adquiriendo experiencias
vitales, recuerdos que se nublan por momentos, imágenes distorsionadas que se
han quedado dentro de nosotros… sonreímos con una pena inexplicable. Te alegras
de haber vivido todo aquello porque te consideras afortunado pero al mismo
tiempo, un sentimiento crece en paralelo y es como una punzada honda que se
adentra en nosotros y repentinamente nos invade el temor de no volver a tener
la oportunidad de vivir cosas que nos hagan sentir de la misma manera que nos
hace sentir todo lo que nos provoca melancolía. ¿Pero cómo podía sentir
melancolía de algo que no había vivido? Pensé que lo llamaba así porque no
sabía con qué palabra definir lo que sentía. Tenía ganas de sentarme al sol
fresco de primavera, cerrar los ojos y dejarme llevar hacia donde la vida
quisiera, sin planes, horarios ni ataduras. Tenía la mirada perdida y como por
capricho del azar, ella, que recordemos que era buena con las miradas,
consiguió encontrar la mía y atraparla. Tenía un gesto tímido, la noté turbada
y como si fuera una niña pequeña a la que se quiere consolar me acerqué a ella.
Tenía los brazos cruzados defendiéndose de cualquier cosa que la pudiera
atacar, defendiéndose incluso de ella misma. Yo la tomé por los codos y le
separé los brazos. El gesto tímido se había transformado casi en una mueca
suplicante; suplicaba comprensión, me estaba pidiendo una ayuda que yo no sabía
si sería capaz de darle. Le sonreí y me rodeó con sus brazos abrazándome
fuerte, como se abrazan los amantes que se despiden, como el abrazo entre dos
amigos que no se ven desde tiempos inmemoriales. Yo me sentía estúpidamente
importante.
Nuestra capacidad auditiva escapa a
los ultrasonidos porque su frecuencia está por encima del espectro del oído
humano. Existen pero no podemos oírlos. Lo mismo pasa con la conexión entre las
personas. Hay unas corrientes potentes de atracción que hacen que dos personas,
como en nuestro caso, desconocidas, sientan una conexión inmediata, como si
cada uno estuviera sujeto al extremo de un mismo elástico en tensión que cuando
no puede estirarse más se contrae acercándonos el uno al otro sin remedio. Ella
y yo estábamos conectados por alguna fuerza que escapaba a nuestro control y a
nuestra comprensión, pero que al igual que los ultrasonidos esa fuerza existía.
Desde ese momento comenzamos a
vernos prácticamente a diario, llamadas casuales, sin obligaciones, por el mero
placer de vernos y estar el uno con el otro. Aprovechando la temperatura
primaveral que embellecía y templaba el ambiente le cogimos gusto a irnos a un
parque enorme que estaba cerca de mi casa y en el que pasábamos las tardes
leyendo, charlando, discutiendo… conociéndonos. Una tarde se sentó más cerca de
mí que de costumbre. Sentirla tan próxima me bastaba para aguantar la más
grande de las penas, el tedio más desalentador, la preocupación más inmediata.
Ella miraba hacia la nada y me recordó al momento en el que yo andaba con la
mirada perdida y ella la había encontrado. —Dime —dije sabiendo que la primera
palabra no saldría de ella. — ¿Recuerdas cuando nos abrazamos sin tan siquiera
conocernos? —.
La pregunta, como en la mayoría de
los casos no esperaba una respuesta basada en su significado literal, por tanto
un “sí, me acuerdo” hubiera sido una respuesta indigna. — ¿El día que me
abrazaste quieres decir? —Bromeé para salir del paso en un modo elegantemente
cobarde. — Un abrazo puede comenzarlo una persona, pero si la otra no abraza a
su vez no podríamos llamarlo abrazo, ¿no, listillo? —. Sí, el listillo lo sabía
y por eso sonreí. —En fin, sólo quería decirte lo que significó para mí ya que
nunca hemos hablado de ese momento. Quiero que lo sepas porque cuando expreso
lo que tengo dentro me siento bien, vamos, que lo hago por puro egoísmo, no te
creas… —ahora la nerviosa era ella.
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