8 de noviembre de 2012

La Materia Gris del Corazón - Capítulo III



     Estábamos en la cocina. Esa noche habíamos decidido preparar una receta casera que su padre le había enseñado hacía ya algún tiempo. De espaldas, sin moverse ni girarse me dijo: —No te vuelvas hacia mí hasta que no termine de hablar —. Mi primer impulso había sido un tímido movimiento de cuello pero corregí mi postura y continué en la posición original. Ella continuó: — ¿Sabes por qué la mayoría de las personas no miran a los ojos del otro cuando se hablan? —. No era una pregunta a la que yo quisiera contestar, no era mi opinión la que buscaba, era su explicación la que mis oídos querían, era ese nuevo momento de aproximación a su mente el que me cerraba la garganta y me aceleraba el pulso. 

         Ella, que no esperaba respuesta alguna, siguió: —Antiguamente, cuando los brujos, hechiceros y magos eran asesinados porque sabían más de la cuenta hubo un chico que quiso saber qué peligro representaban para su pueblo. Este chico pidió al gobernante una explicación: « ¿Por qué acabáis con ellos?, ¿qué os han hecho?». El gobernante acarició el cabello del chico con un gesto cariñoso y le dijo: «Estas personas son malvadas, entran en nuestra mente y son capaces de saber lo que pensamos, incluso de hacernos sentir lo que a ellos les interesa que sintamos». Esa misma tarde habían condenado a la hoguera a dos de los llamados brujos, y se les acusaba de haber incitado al adulterio a una mujer íntegra, madre de una familia respetada. El chico se coló entre el tumulto y se situó frente a aquellos hombres llamados Oras y Retos. « ¿Por qué no les decís a todos que no es verdad que tengáis algún poder sobre ellos, que no sois capaces de hacer lo que todos dicen? ¡Vais a morir y no hacéis nada por evitarlo!». Los hombres se mantenían unidos, tenían los ojos vendados. Uno de ellos dijo: «No están diciendo mentiras sobre nosotros, chico. Nos acusan de cosas de las que no nos sentimos culpables pero de las que seguramente hemos sido responsables». El niño insistía: «Pero, ¿qué poderes tenéis?, ¿No podríais dejar de usarlos y así liberaros de esta condena?». El hombre que antes había permanecido callado habló: «Pobre niño, ¿podrías tú evitar que el aire entrase en tus pulmones?». El chico, confundido, respondió que no. El hombre prosiguió: « ¿Podrías intentar frenar la circulación de la sangre que bombea tu corazón?». El chico negó de nuevo. «Entonces, de la misma manera en que la sangre circula por el cuerpo y de la misma manera en que el aire entra en nuestros pulmones, nosotros no podemos dejar de adentrarnos en el mundo de otra persona cuando la miramos directamente a los ojos».

            El silencio se apoderó de la cocina. Ella se giró hacia mí y yo como un espejo le devolví el gesto. Clavó sus ojos en los míos y dijo: —Las personas no se miran fijamente a los ojos porque no quieren ser descubiertas. No nos han enseñado a mirar de esta manera porque no le interesa a una gran mayoría. No quieren quedar al desnudo —. Hablaba lento, casi vocalizando, me miraba fijamente, yo sabía que estaría sintiendo mi angustia y mi deseo. No quería apartar los ojos para no ser uno más del grupo que vive con miedo, pero reconozco que la conseguía mantener con un gran esfuerzo. Ella se fue acercando hasta pegarse a mí. —Los ojos son el reflejo del alma, ¿recuerdas cómo te miré cuando te fuiste al poco de empezar mi charla? —. Claro que lo recordaba, cómo olvidar el día en el que la conocí… Sus frases estaban hiladas, estudiadas en función de su público.

            Ahora recuerdo cada ademán, cada sonrisa y cada silencio; todos ellos se han quedado conmigo todo este tiempo; la mejor época de mi vida estaba ligada a su recuerdo y su recuerdo dolía, unas veces con mucha intensidad, otras veces de manera soportable, pero siempre dolía.

            Sus ojos seguían posados en los míos y lo único que pude hacer para vencer, para quitarme el yugo de su mirada, fue besarla. Fue un beso áspero, brusco, de emergencia. Sin embargo fue convirtiéndose en un beso apasionado, un beso soñado, un beso enamorado. —Si usted, señorita, hubiera vivido en la época de los brujos también la hubieran colgado en la hoguera, sin duda —.

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